jueves, 22 de noviembre de 2012

Pertenencia


Pertenencia (cuento) - Sergio Cossa


El escritor se sienta frente a la pantalla en blanco y teclea: “VOCES DEL TERRUÑO”. Título provisorio, como para ponerle un nombre al cuento. Después se queda largo rato con la vista colgando del cursor titilante.

Al día siguiente vuelve a intentarlo, termo y mate a mano. No hay caso, no arranca. No encuentra las voces de su infancia. No llegan olores, imágenes tampoco. Rebusca en cada caja de memoria. Desvela telones pesados y cenicientos. Amaga unas palabras aisladas y sin conexión. No brota el vómito, ese torrente que suele surgir y que lo recluye del mundo mientras escribe. “Terruño” no le dice nada. Con el mate torcido en la mano, casi chorreándose, se absorbe en una reflexión: “¿De dónde carajo soy?”. Es que no encuentra la pertenencia, el sentimiento de propiedad, de posesión que suele acompañar cuando se dice: “esta es mi tierra”.
Nunca pudo atarse a un lugar, por decisiones ajenas y propias y así vio pasar paisajes, culturas y personas. Amigos que no llegaron a serlo. Banderas nacionales y políticas disueltas y vueltas jirones.
“¿Y esto es malo?”, vuelve a preguntarse. “¿Habrá que ser de algún lado, nomás?”. Entonces escribe:


La joven trigueña se recostaba con los brazos apoyados en el marco de la ventana del octavo piso. A su lado, compartiendo la visión de la metrópolis adormecida, el joven mezclaba palabras y pensamientos en un portugués precario. No se animaba a confesarle que gustaba de ella, que gozaba de su presencia, de su cercanía. Le resultaba difícil entender a las brasileras. Sus caricias y sus abrazos eran engañosos. Ya le había pasado: “Você está confuso. Eu só quero ser sua amiga.”, lo frenaron una vez.
La lluvia, costumbre del verano, dejó de caer. Con el cielo limpio, algunas estrellas escapaban a la polución, enredándose con las luces de los rascacielos. El aire fresco penetraba en el cuarto y lo inspiraban profundo y en silencio, como para no espantarlo, porque duraba poco, antes de que el humo nuevamente quemara los ojos y los pulmones.
–Eu amo São Paulo –dijo ella–. Eu amo essa cidade louca, cheia de paranóico. Eu não poderia viver em outro lugar.


“Es cierto que yo también amaba esa mierda”, rememora el escritor. Había evolucionado en un paulista más. Disfrutaba de permanecer con la adrenalina a flor de piel cada hora del día. Ese ritmo de locos de las grandes ciudades, el tráfico, la violencia, la mendicidad organizada, los sin techo, la exclusión creaban un cóctel que paradójicamente lo atrapaba, lo invitaba a vivir, a volverse fuerte, resilente. Y en los momentos en que parecía explotar, descentrarse, el claustro de las bibliotecas lo bendecía y abrigaba. Lo cercaba con paredes de papel añejo y sabio. Con palabras ilustradas o ignotas que solían transportarlo a su niñez y a los consejos de su padre.
El escritor despeja la bruma de los recuerdos, salta unos espacios en la página y vuelve a teclear:


Pesada estaba la humedad en el estero. El Paraná había desbordado y los bajos de la zona se habían vuelto laguna. La inundación, como cada año, había exiliado a los lugareños hacia los vagones del ferrocarril, donde recibían asistencia y por ahora la zona pertenecía a mosquitos, sapos, garzas y cigüeñas.
–¿Y por qué no se van a vivir a otra parte? –preguntó el niño.
–Porque les viene bien que se les inunde el rancho. Allá les dan de comer y ropa nueva. Viven mejor nosotros –respondió el padre, mientras preparaba la línea de hilo plástico. Aseguró la boya, el anzuelo, enhebró una lombriz y la revoleó al centro del bañado. Después se sentó y mientras tarareaba un chamamé, sacó tabaco de una bolsa y empezó a armar un cigarrillo.
El niño descolgó la honda que llevaba al cuello, la cargó con una piedra redondeada y salió en busca de pajaritos.
–Cuidado que con toda este agua está lleno de bichos –le advirtió el padre.
Paladeaba las salidas de pesca con su padre. La llegada junto con el sol, que desteñía las sombras y se espejaba en los esteros y el verde que cubría el horizonte. El bicherío que despertaba y aturdía con cantos y silbidos. Sus sueños volaban hasta ahí nomás. Apenas si despegaban del pueblo y del río. Y era suficiente.
Probó unos tiros contra las flores violetas de los camalotes que flotaban a la deriva. Firme en la mano la horqueta de madera. Un canto conocido lo acercó a un ceibo alto, que sangraba de rojo a la orilla del estero. Medio escondido entre las hojas, el sietecolores silbaba fuerte, tal vez llamando a su hembra. ¡Semejante presa para mostrarles a los amigos del barrio! Se arrimó despacio, la honda tensada a medias, los ojos fijos allá arriba, la respiración contenida. Desde lejos escuchó a su padre que cambiaba al canturreo de una chamarrita. El resto era silencio. El sietecolores se había callado. Lo veía en lo alto del ceibo. Un paso a la derecha y lo tendría a tiro. Justo entre los yuyos donde dormitaba la yarará.


Deja de escribir y camina hasta el armario. Aunque haya pasado una vida, cada vez que abre la caja que guarda la pequeña zapatilla con dos agujeros en la suela de goma, su cuerpo y sus sentidos se conmueven. Una inyección de colores, sonidos, olores elevan su conciencia y su memoria. Comprende que su pertenencia no es a un lugar, sino que es a la vida, a quienes lo rodearon, lo quisieron, lo amaron.
Regresa al teclado y con ritmo frenético, sin pausas ni relectura, suelta sus recuerdos. Escribe sobre el chile mejicano y su boca adormecida por el ardor; sobre la pobreza endémica de Centroamérica; sobre sus amigos de la infancia; sobre su paso por Nicaragua después de la caída del águila; sobre su madre cantando entre la ropa tendida; sobre la solidaridad en la selva panameña; sobre la mujer que lo sueña y espera. Son como apuntes. Textos sueltos sin trama ni ilación, pero que en su todo puede ver la pertenencia. Son su propiedad, su vida. En cada uno de esos lugares fue él. Como lo es ahora y seguiría siéndolo a donde fuera. Porque se siente universal.

El mate, frío y abandonado, aguarda con paciencia una nueva ronda.


© Sergio Cossa 2012

lunes, 12 de noviembre de 2012

Código de barras

Este cuento creció desde el microrrelato homónimo, para el concurso de otoño de ¡¡Ábrete Libro!!, cuya temática fue la ciencia ficción. Un pobre intento de incursionar en el género.

CÓDIGO DE BARRAS


Lo primero que veo son su reloj y los números grabados en su antebrazo. No. No son números... ¡También los tengo! Signos extraños que resaltan en la penumbra con un resplandor amarillento. Y lo que parece un reloj es un grillete que nos sujeta a la pared metálica. Sacudo la cabeza, como si eso ayudase a despejar mi mente. Escucho llantos y voces que colman el recinto: plegarias, susurros, maldiciones. Hay decenas de mujeres y hombres desnudos como yo, encadenados en hileras deformes y ocupando el piso frío, sobre nuestros propios desechos. El olor me penetra hasta provocarme náuseas.
–¡Despertó! –escucho a mi lado–. Pensé que la bomba le había quemado el cerebro. Llevaba varios días inconsciente.
Es un viejo canoso y flaco, sentado y abrazado a sus rodillas. Me incorporo para alejar mi nariz de los excrementos del piso y los músculos rígidos me atormentan. Apenas si apoyo la espalda al metal helado de la pared. Algunos puntos en el techo filtran luz blanca y permiten que la oscuridad no sea total.
–Dónde carajo estamos.
–En una nave de los tresbrazos, dónde más. Después del bombardeo al refugio nos cargaron como a ganado. Usted subió a los tumbos y se desmayó. ¿No se acuerda?
Me acuerdo de estar escondido, hacinado en un refugio subterráneo. Implorando para que no nos alcanzaran los ataques de los tresbrazos. Lejos de mi familia, incomunicado, al otro lado de la ciudad. Como todos, casi sin comprender qué le pasó al mundo. De dónde salieron los invasores y por qué los paladines de la libertad no nos defendieron como en las películas. En pocos días nos devastaron: el Apocalipsis llegó sin aviso. Solo de eso me acuerdo.
–Tuvo suerte de desmayarse. No se imagina lo que dolió el tatuaje. Así fue el primer día: gritos de dolor y olor a piel quemada. Usted igual tembló cuando se lo hicieron. Está agitado. Respire despacio que el oxígeno no sobra.
Se me parte la cabeza. Paso los dedos por los signos del antebrazo. Siento su relieve fluorescente y áspero. Parece una especie de código en chino. Pegada a mi costado izquierdo, una mujer pierde su mirada en el infinito. Una rubia madura y rellena, con un rastro de sangre seca que le baja por el costado de la cara y se diluye sobre el pecho.
–Esa es como si no existiera –dice el viejo–. Cuando le traigan la comida la agarra usted y compartimos.
A escasos metros, un portón se abre con un siseo y la figura negra de un tresbrazos obstruye la luz exterior. Es la primera vez que veo uno y se me afloja la vejiga. El miedo que me acosó en el refugio no es comparable a lo que siento. Abrazo mis piernas igual que el viejo y noto la piel erizada en todo el cuerpo, mientras mi corazón se salta varios latidos. Debe tener casi tres metros de alto y la cabeza como la de un jabalí. El cuerpo lleno de pelo negro y duro. En sus dos brazos laterales sostiene unos palos largos, con destellos eléctricos en las puntas. Desde el centro del pecho le nace un tercer brazo, más corto y menos musculoso que los otros. Ingresa y deja paso a dos hombres desnudos, que empujan carros cargados con recipientes.
–La comida –dice el viejo–. Agarre rápido porque sino la bestia lo quema con esos palos eléctricos.
Manoteo el jarro que me corresponde y también el que le tocaría a la mujer perdida. Contienen una pasta espesa, gris, fría y con olor a especias. Saco un poco con los dedos y pruebo un bocado asqueroso.
–Coma rápido, hombre, que es la única del día. Y me deja un poco del otro jarro. Ahí traen agua también. No vaya a desperdiciar ni un trago.
Los que empujan los carros se vuelven hacia la salida y veo sus espaldas cruzadas con numerosas ampollas rojizas. Recién ahora noto que el silencio es total y aterrador. Cuando se cierra el portón y quedamos en penumbras, regresan de a poco los murmullos.
–¿Tiene idea de a dónde nos llevan? –pregunto al viejo.
–¿Y a quién le vamos a preguntar? ¿Al tresbrazos? Algunos comentan que alcanzaron a ver muchas naves espaciales. Cargaron a la gente que sobrevivió al ataque y despegaron. Dicen que son grandes y largas como gusanos. Y que solo a los adultos nos llevaron.
Hay una sacudida, luego una caída libre nos despega del piso y nos deja flotando junto a los desechos. El grillete se calienta y la pared, antes fría, ahora abrasa con solo rozarla. Al final, como un ascensor deteniéndose, volvemos al piso y siento como si me aplastara una prensa invisible. Un golpe seco y nada más se mueve.
«Capaz que aterrizamos».
El portón se abre y una ráfaga del aire exterior aplaca nuestra hediondez. También penetra una luz blanca que enceguece. Se sueltan los grilletes que nos sujetaban a las paredes y aparecen dos tresbrazos con sus palos eléctricos. Emiten un sonido agudo, un chillido que es lo único que se me ocurre puede salir de esas cabezas de cerdo. Uno se queda en la puerta y el otro quema a los más cercanos, empujándolos hacia afuera. Los gritos de dolor se suceden mientras los primeros intentan salir a los tropezones. Otra vez el miedo, el terror que intenta paralizarme. Me obligo a pararme antes de que llegue el monstruo. Los músculos entumecidos claman dentro de mi cuerpo. Le doy un tirón en el brazo al viejo y se pone de pie entre quejidos. Miro a la mujer: sigue aislada de todo, extraviada. Atropello a los que tengo adelante, metiéndome entre medio para esquivar los palos. Otro viejo cae cerca de la abertura y todos lo pisamos. Al cruzar el umbral, el tresbrazos de la puerta me pasa por el tatuaje un laser que sostiene en el brazo del pecho. El tatuaje brilla por un segundo y luego me empuja hacia afuera. Trastabillo y ruedo por una rampa, al levantarme, una descarga nace en mi hombro y me recorre el cuerpo, produciéndome calambres y un ardor insoportable. No puedo ahogar el grito y solo atino a saltar hacia delante. Quiero insultar, llorar, golpear, pero mi mente no responde. Me falta oxígeno. Acabo en una explanada de acero, rodeado de cientos de personas. Por detrás llega el viejo y se derrumba, extenuado.
–Hijos de puta –dice–. Me caí y me quemaron.
Cuatro marcas rojas le florecen en la espalda. Revivo el ardor en mi hombro y veo que también tengo una lastimadura. Mezclado entre la multitud, en una calma momentánea, miro los alrededores. Me cuesta mucho respirar, me duele la cabeza y el entorno da vueltas. Hay poco oxígeno en la atmósfera. Una planicie se extiende hacia delante, desierta. A lo lejos sobresalen montañas, con el disco de un enorme sol naranja que se recorta detrás. Levanto la vista y observo otro sol, blanco intenso, sobre nuestras cabezas.
«Mierda, que estamos lejos».
Los tresbrazos nos rodean y nos dividen en grupos sobre la explanada. Al viejo lo pierdo de vista. Desde la nave que nos trajo, arrastran al otro viejo que pisamos y a la mujer perdida, que tiene la cabeza doblada en un ángulo imposible, y los arrojan a un pozo. Llegan vehículos volando. De cada uno bajan tresbrazos de pelambre marrón y se paran delante de nosotros. Gesticulan, chillan y señalan a los distintos grupos. Un marrón le entrega fichas de colores a un negro y este aparta de la explanada a un grupo de mujeres. Les pasan láseres por los tatuajes, las suben a uno de los vehículos de los marrones que llegaron y se las llevan. Entre chillidos y disputas, se repiten las entregas de fichas y el despacho de grupos de hombres y mujeres a los vehículos que parecen camiones. Entonces lo entiendo.
–Nos están comprando.
–¿Qué cosa? –pregunta el de al lado.
–Esos hijos de puta nos están comprando. Pagan con esas fichas de colores. Son mercaderes. Y nosotros somos esclavos.
El turno de nuestro grupo. Unos veinte que jadeamos y nos trepamos al camión que flota a centímetros del suelo. Antes de subir, un laser resalta los signos de mi tatuaje.
«Debe ser como un código de barras. Así nos controlan. Traficantes de esclavos galácticos».
Volamos sobre la planicie amarilla, rumbo a las montañas y al sol rojo, que se oculta detrás. Nos bajan ante un descomunal hueco en la ladera y veo rieles que se pierden en la oscuridad, bajo una pared de piedra. Los tresbrazos negros nos arrían hasta carros sobre los rieles, nos aplastan dentro de un contenedor y los carros inician su recorrido hacia la cueva. La montaña nos devora en silencio. De frente, se acercan otros carros saliendo del hueco. Cargan un mineral plateado que refleja las pocas luces de la entrada. El último que nos cruza me retuerce el estómago y genera gritos y llantos ahogados. El carro revienta de cuerpos demolidos. Puedo ver las caras negras de suciedad, las manos ensangrentadas, los ojos secos. Nuestro tren prosigue su rumbo subterráneo, hacia lo oscuro, hacia el aire frío y negro.
«Como supongo será lo que me queda de vida».

© Sergio Cossa 2012

viernes, 26 de octubre de 2012

Eterno



Los años crearon grietas que modelaron mi rostro, mientras que el tuyo asemeja porcelana fresca. Tus ojos, viejos y sabios como los míos, transparentan la juventud y la esperanza del amor recién nacido; aquel amor que juramos eterno y paladeamos de luna a luna; que jamás escoró por dudas o rencores. Temí porque te marcharas. Sufrí pensando que mi cuerpo anciano y pesado quedaría rezagado ante tu paso etéreo. Que tu lozanía sería seducida por una competencia a la cual no podría enfrentarme. Sin embargo, permaneciste a mi lado. ¿Quién podría separarnos, si la muerte no pudo hacerlo?

© Sergio Cossa 2012

viernes, 12 de octubre de 2012

El "cabezón" Rearte


En el taller del miércoles nos propusimos un ejercicio: crear un personaje cualquiera y que después ese personaje responda a uno de los cuestionarios que se ven por la web y que se atribuyen a Proust.
Me salió esto (plagado de argentinismos)

EL "CABEZÓN" REARTE

Siempre fue un tipo jodido. Su cabeza cuadrada y mal asentada sobre el cuello fino, motivó interminables cargadas desde la infancia. Su carácter irritable y violento lo llevó a imponer condiciones y respeto a las piñas. Marcó el terreno de su vida ayudado por un cuerpo voluminoso, que acentuó con la práctica del boxeo, y solo unos pocos muy cercanos aún se le animan al apodo de “cabezón”.
Desde la adolescencia, su lema principal fue: “ser inteligente no significa estudiar mucho, sino saber acomodarse”. Así, terminó apenas el secundario, entró a trabajar en una fábrica de caños de escape y comenzó su militancia en el sindicato. Poco tiempo pasó hasta que se lo vio en las marchas y en los aprietes detrás de la cúpula sindical, repartiendo amenazas y empujones. A medida que ascendía, recibía mejores coimas y arreglos de parte de los dueños de las fábricas, además, la buena cantidad de delegados que lo seguían llamó la atención de algunos políticos, quienes lo invitaron a integrarse al partido.
Su origen humilde quedó relegado, gracias al piso en el centro y a trajes  de corte exclusivo: “las camperas son para los negros”, solía decir.
A los cuarenta, acomodado y con su poder en crecimiento, se divorció de la madre de sus hijos para juntarse con una modelo de veinte. Pero no se olvidó de su familia: el hijo mayor quiso estudiar Derecho en Estados Unidos y le compró un departamento en Cambridge, cerca de Harvard.
Algunas canas pintan las cerdas del cepillo negro que parece su pelo, pero la mirada ladina y feroz le marca más que nunca los ojos marrones.
Para las últimas elecciones le ofrecieron la candidatura a diputado. El triunfo oficialista estaba asegurado y él quedaría entre los más importantes de la bancada. Pero lo rechazó. Ese cargo lo dejaba expuesto y no le convenía. Había aprendido a crecer desde las sombras y sabía que allí era donde se gestaba el verdadero poder.


Sentado en la sala de espera del odontólogo, con una revista en las manos como pasatiempo, se pone a responder mentalmente el cuestionario que encuentra en las páginas dedicadas al autoconocimiento:

La cualidad moral que prefiere.
De qué moral me habla. La moral del poder es la que manda. El resto viene solo.

Las cualidades que prefiere en un hombre.
Tiene que ser bien cojonudo. Y ágil con la cintura.

Su noción de la felicidad.
A la felicidad hay que ganársela. El viejo decía que con trabajo y salud era feliz. Así le fue. Morirse de un cáncer mal tratado en ese hospital de mierda.

El principal rasgo de mi carácter.
Cojonudo y con la cintura ágil, como dije antes.

¿Cuál es el colmo de la miseria?
Miserable es el judío de mierda que me persigue hace años, por el crédito que no le pagué. ¿Eso estará preguntando?

¿Por cuáles errores tiene mayor indulgencia?
Por alguno mío nomás.

Sus directores preferidos.
Menotti y Bilardo.

¿Cuál es su ocupación favorita?
El afano que no se note. Antes era la de testaferro, pero ya subí ese nivel.

¿Quién le gustaría haber sido?
El “turco”, quién más.

¿Qué es lo que más aprecia de sus amigos?
Amigos las pelotas, el único que se la banca es el Jorge. Ese es de fierro. 

¿Cuál es su principal defecto?
Pasarme de largo con los cojones. A veces me juega en contra.

Si fuera un libro ¿cuál sería?

Si fuera un animal, ¿cuál sería?
Un toro de los bravos y con mucho huevo. También por los cuernos que me mete la hija de puta de la Yanina, pero ya la voy a agarrar.

Si fuera una flor ¿cuál sería?
Quién será el marica que escribe esta mierda.

Si pudiera reencarnar en persona o cosa, ¿en quién escogería?
Otra vez pregunta lo mismo. Habría sido el “turco”.

¿En qué consiste el amor?
Qué mierda sé yo.

¿Cuál es su mayor extravagancia?
Cojerme a la secretaria de la ministra en el baño del ministerio. Linda turra.

¿Cuál es su objeto más preciado?
Mi anillo de diamantes.

¿Cuál ha sido su mayor triunfo?
Haberle cagado la carrera en el sindicato al “mono” González. No se le animaba nadie a ese hijo de puta.

¿Cuándo y dónde es más feliz?
En el Caribe. Me caga de gusto ese país.

¿Cuáles son sus pintores favoritos?
El Berni ese. Me gustó la cara de muertos de hambre que les hizo a los laburantes en el cuadro que está en el sindicato.

¿Y actores y actrices de cine?
Chuc Norris y la que trabajó en Misión Imposible.

Si fuera una silla ¿de qué estilo sería?
De fierro.

¿Cuál ha sido su viaje inolvidable?
Al Caribe, ya lo dije.

¿Qué le disgusta más de su apariencia?
Las canas que empiezan a aparecer. Aunque algunas boludas dicen que me queda lindo.

¿Cuál es su mayor temor?
Caer en cana.

¿Cuál es su vicio?
Las pendejas. Y la blanca, pero me estoy cuidando.

¿Cuáles son sus platillos favoritos?


–  Señor Rearte, pase, el Doctor lo espera.


© Sergio Cossa 2012

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Ilusiones perdidas

La gente amiga de Triple C - Cofradía del Cuento Corto, mes a mes organiza concursos que nos estimulan a los que  nos animamos a escribir palabras bajo alguna consigna.
En julio, en su concurso a partir de una imagen, tuve la suerte de que un micro mío fuera el ganador. Y eso simplemente me da mucha alegría.

Gracias a tod@s.

Ilusiones perdidas - certificado - Sergio Cossa


La imagen propuesta era esta

Foto de baldes y escalera


Y este fue el micro que escribí.

Ilusiones perdidas


Los días de lluvia son los preferidos de Daniel Baroni. Cepilla con esmero el esmoquin roído, se viste ansioso, toma la caja de cartón con su tesoro y sale a la calle. Su cara reluce bajo el aguacero, mientras sortea figuras grises, rumbo a la estación del metro. Dentro del hall, al pie de la escalera, desenvaina la batuta descolorida y se dispone a dirigir la orquesta. Los primeros instrumentos que hace entrar son las gotas que caen en los baldes de los escalones. Sus manos llevan el compás y dan paso a las finas goteras que repican sobre la baranda metálica. Al final, entran las que suenan contra los acrílicos. Manso en algunos pasajes, en otros enérgico y vehemente, llena el lugar con música y se dibujan círculos de público a su alrededor. Cuando finaliza el concierto, su reverencia es acompañada por el aplauso burlón de los curiosos. Algunos le arrojan monedas antes de marcharse.


© Sergio Cossa 2012

martes, 18 de septiembre de 2012

Lo que no es de uno




A las cuatro de la madrugada el sueño termina y Fabricio abre los ojos. El aire frío de la habitación invade sus pulmones, invitándolo a permanecer en la cama. Se esfuerza por levantarse y enciende el ordenador sobre la pequeña mesa a su lado. La claridad metálica de la luz del monitor lo ayuda a encontrar la ropa helada. La cocina es apenas una hendidura en una pared del monoambiente; prende el horno para calentar el lugar y una hornalla donde hay una jarra con café. Luego, comienza a teclear el algoritmo de programación que soñó hace unos instantes.

Un murmullo lo sobresalta y vuelve su vista a la cama. Del acolchado escapa un pie de Camila, enfundado en una media rayada. Por la otra punta asoma su revuelta melena rubia. En el medio, en el revoltijo de sábanas y colchas, adivina la serpiente de su cuerpo perfecto. Las curvas treintañeras que deseaba desde hace tiempo.

Programa hasta las seis y regresa a la cama. Su cerebro excitado debido a la concentración lo mantiene despierto. Mientras se relaja, repasa su condición de vida y los cambios que han ocurrido.



Aceptaba que era un mediocre analista programador. Durante años deambuló por empresas de desarrollo de software, hasta que lo contrataron en una multinacional que controlaba los sistemas informáticos de las autopistas. A pesar de sus treinta y dos años, ingresó con sueldo de principiante, apenas suficiente para escapar de la pensión donde subsistía y alquilar ese diminuto apartamento. No disponía de calefacción y las manchas de humedad invitaban a imaginar figuras, pero allí, al menos gozaba de privacidad.

En la empresa lo habían instalado en un cubículo diminuto y al poco tiempo le acoplaron otro recién ingresado. Un joven quien le recordaba sus primeros pasos después de acabar la carrera de sistemas y le ocupaba el escaso espacio libre que disponía.

–Hola, soy Jeremías. ¿Sos de Capital?– preguntó el nuevo.

–Fabricio. Rosarino.

–Yo también soy del interior. De un pueblito cerca de Córdoba. Terminé la carrera de analista y me salió una beca para trabajar acá y hacer la licenciatura.

–Ajá.

–¿Vos sos analista?

–Sí.

Hablaban de espaldas, pues el lugar no permitía siquiera girar las sillas.

–¿Hace mucho que trabajás acá?

–Dos meses. Che, flaco, está todo bien, pero terminá con la charla que estoy laburando.

Durante las diez horas que permanecía en la empresa, lo único que veía eran los tabiques de madera pintados de gris; las pausas para servirse café o ir al baño se transformaban en recreos. Intercambiaba algunas palabras con sus compañeros y admiraba las piernas de Camila, la rubia encargada de diseño web, que se ofrecían sabrosas bajo su minifalda. Su aspecto exuberante se destacaba como una pirámide en un mar de arena. Una pirámide inalcanzable, según los comentarios.

Dos mañanas a la semana, el plantel se reunía en la oficina del jefe de programadores para analizar el avance de los desarrollos. Fabricio padecía esas juntas de trabajo. Allí quedaba expuesta su mediocridad y terminaba con la impresión de que prescindirían de sus servicios en cualquier momento.

Una de esas mañanas percibió que los ojos verdes de Camila se detenían sobre los suyos. ¿Habría sido una coincidencia? Para quitarse la duda se acercó a ella junto a la máquina del café.

–Cami, siempre me pregunté si vivís por acá cerca.

–¿Y por qué te lo preguntaste?

– Porque podría invitarte a tomar algo cuando salís, si no tenés que viajar lejos.

–Vivo a quince minutos, pero igual te agradezco la invitación. Tengo planes para hoy.

–¿Y habrá algún día que no tengas planes?

–¿Esa pelada que tenés es natural o te rapás porque te dijeron que te queda bien?

–Es natural. Después de los veinticinco me quedé sin pelo.

–Mirá, Fabricio. Me gustan los pelados como vos. Sos atractivo, tenés buen lomo… ¿pero, sabés qué? Necesitás subir varios escalones. Así que dejalo ahí. Quién te dice más adelante… aunque por lo que se comenta venís mal para un ascenso.

No le duró mucho el desaliento. El rechazo de Camila fue por una cuestión de estatus. Al final, provocó un rebote positivo en su ánimo. Si su problema era la mediocridad, entonces la superaría, si no con sapiencia, al menos con esfuerzo. De regreso a su apartamento preparó una jarra con café y se sentó frente al ordenador para continuar el trabajo que desarrollaba en la oficina. Analizó líneas de código; fue y vino por los algoritmos; buscó información en internet y deslizó preguntas en los foros de programadores. Pasada la medianoche poco había avanzado. Cinco horas de batalla mental y aún le quedaba un módulo que no podía resolver. Sin embargo, su decisión de esforzarse lo conformó. Miró a su alrededor, sus cosas, su trabajo, las cuatro paredes del pequeño ambiente y se dijo: “Este es mi lugar en el mundo”. Se fue a dormir agotado.

Abrió los ojos y buscó el reloj en la oscuridad: las cuatro. Como un autómata se levantó y encendió el ordenador, esperó ansioso a que se inicializara y tecleó lo que acababa de soñar: la solución a su módulo imposible. El nuevo código era exquisito, magistral. Encajaba como la pieza que completaba el rompecabezas. ¿Funcionaría en la oficina? No esperó a que amaneciera. La empresa contaba con una guardia permanente y los servidores jamás se apagaban. Llegó, introdujo su trabajo en el ordenador y comprobó que el sistema marchaba perfecto.

Durante el día repasó la lógica con la que había intentado resolver el módulo. Sus análisis habían pasado muy lejos de la dirección correcta. Terminó vinculando el hecho fortuito de la resolución a que su cerebro, estimulado por el esfuerzo, trabajó en forma subconsciente hasta dar con la fórmula.

Volvió a ocurrir dos noches después. A la misma hora lo despertó un sueño similar, con un nuevo código que resolvía lo que debía desarrollar. No se lo atribuyó al esfuerzo de su cerebro, puesto que se había acostado pasado de alcohol luego de una cena con sus compañeros de trabajo.

Después de un mes de repetirse el hecho con frecuencia desistió de preguntarse qué ocurría. Cómo y por qué brotaban esos sueños. Cuál era el disparador que encendía la química de sus neuronas para que dibujaran algoritmos perfectos en su mente. Porque no solo aparecía la solución, además, su calidad era insuperable.

La empresa reconoció sus logros. Recibió elogios y le otorgaron un cubículo espacioso y a solas. La exigencia a su trabajo también creció, por lo que planeó una rutina que se adaptaba a sus actividades nocturnas. Durante el día se relajaba, leía, interactuaba en las redes sociales y cargaba el pendrive para llevarse el trabajo a su apartamento. Cenaba temprano y se dormía con la certeza de que el anhelado sueño lo despertaría a la madrugada.

–Los gerentes te mandan una buena noticia: desde el lunes te hacés cargo del Proyecto Ruta Quince– le dijo su jefe.

–¡El Ruta Quin…!

–Después de que te cambies a la oficina azul se te indicará el equipo de trabajo que vas a dirigir. La verdad es que hace diez meses no daba nada por vos. Ahora tengo que felicitarte.

Sería líder del grupo de desarrollo del proyecto más ambicioso de la empresa. Implicaba un incremento en sus responsabilidades, pero además un destacado cambio de estatus y un sustancial aumento de salario. La oficina azul era una de las dos vidriadas del salón y le ofrecía una vista panorámica del cubículo de Camila.

–Debo reconocer que subiste los escalones muy rápido. Parece que teníamos un Bill Gates escondido– le dijo la rubia una tarde.

–Bill Gates nunca aprendió a programar y trepó las escaleras mucho más rápido que yo. Pero bueno, acá estoy.

–Y decime, ¿sigue pendiente aquella invitación a tomar algo?



Ahora la disfruta a su lado, siente el calor de su cuerpo y su respiración sosegada. Se duerme con una mano apoyada en sus caderas.

–Fabri, lo de anoche estuvo fantástico, pero vas a tener que hacer algo con tu casa. ¡Es una heladera!– comenta Camila mientras desayunan.

–Lo sé. Ya estoy pensando en mudarme. Te cuento algo: me buscan de otra empresa para un cargo de analista ejecutivo.

–¡Mi amor! ¿Y es una buena propuesta?

–Sí. Antes de que me dieran el Ruta Quince los había llamado por si necesitaban programador. De alguna forma se enteraron de mi ascenso y me quieren llevar.

–¿Y qué vas a hacer?

–Creo que voy a aceptar. Es un mejor puesto y mayor salario. Acá tengo poco más de un año de antigüedad, así que no pierdo nada. Hasta me podré comprar un auto.

–Entonces no demores mucho en decidirte, corazón. Me gusta estar al lado de los mejores.

Unos días después envía el telegrama de renuncia y su jefe estalla contrariado:

–¡Nos abandonás en medio de un proyecto y para trabajar con la competencia! A los que nos dejan, los invitamos a regresar si les va mal. Pero vos no te molestes en volver.

–No te preocupes, voy a estar mejor que acá.

Luego de establecerse en la nueva empresa, pedirá que incorporen a Camila y a Jeremías. El cordobecito es el único que lo ayudó cuando no encontraba el rumbo, antes de que comenzaran sus sueños extraordinarios. Vive lejos de la capital y viaja dos horas para llegar al trabajo.

–Jere, en unos días desocupo el monoambiente; me mudo al centro –le dijo–. ¿Por qué no te cambiás ahí? Es barato y te ahorrás horas de tren. Te salgo de garantía para el alquiler, si querés.



El edificio de la nueva compañía lo intimida con su cuerpo de acero y vidrio. Lo presentan con el énfasis que demandan sus antecedentes y se instala en una luminosa oficina del piso veintidós. Desde allí ve cómo el sol da de lleno sobre el complejo de apartamentos al que se mudó. Alquilar ese piso amoblado es una apuesta económica fuerte, pero las apariencias de su nuevo nivel de vida lo exigen.

Mientras los gerentes diagraman el área que tendrá a su cargo, le entregan una serie de módulos a desarrollar de urgencia.

–Comprendemos que esta no será su ocupación en la compañía, Fabricio, pero la reestructuración nos atrasó con los plazos de entrega y no podemos distraer personal– le dicen.

Dedica el resto del día a interiorizarse sobre los sistemas a resolver y deja el trabajo a su mente, para que lo concluya mientras duerme.

Esa noche, rechaza el pedido de Camila para ir a conocer el apartamento. Desea disfrutar en soledad de la calidez de su nuevo hogar. Compra comida y cena con buen vino. Lo rodea un entorno muy distinto al que tenía en el monoambiente. Los muebles, el espacio. Un gran televisor reemplaza a las manchas de humedad y el ordenador ya no está pegado a su cama: cuando el sueño lo despierte, irá al estudio que montó en la habitación contigua.

La claridad de la mañana lo impulsa a sentarse en la cama. Se despereza, prepara café y enciende el televisor con un repique de alarma en el subconsciente. ¿Qué está mal? El reloj indica las nueve y cinco, no llegará tarde al trabajo. Se durmió rápido y profundo gracias al vino y se siente descansado. ¿Qué está mal?

Mientras muerde una tostada lo comprende: ¡no ha soñado! No se despertó a las cuatro con la solución de los programas. Es la primera vez que le ocurre y marcha hacia la compañía con los pensamientos revueltos. Durante el día se tranquiliza. Se dedica a repasar los códigos, los cuales no termina de entender y confía en que esa noche volverá a soñar.

Soporta el mal humor de Camila, ante un nuevo rechazo de pasar la noche juntos. Come liviano y no prueba el vino. Duerme mal y se despierta de a ratos mirando el reloj. Las dos, las cuatro, las seis. El amanecer lo descubre con los ojos abiertos y demasiados interrogantes.

Durante las noches siguientes intenta diversas opciones. Invita a Camila, sale con amigos y regresa tarde; combina comidas, bebidas y compañías. Pero los sueños reveladores no regresan.

En varias oportunidades los gerentes le solicitan que termine los módulos. Los reclamos pasan de comentarios como: “Imaginamos que se está adaptando”, a otros más tajantes: “¡Necesitamos entregar eso mañana! ¿Seguro que lo sabe hacer?”

Veinte días después le dicen:

–Fabricio, nos preocupa su falta de resolución en este tema. Vamos a tomarnos un tiempo antes de confiarle la dirección ejecutiva del área de desarrollo. Tal vez necesite unos meses de adaptación. Lo reubicaremos hasta que retorne al nivel que indica su currículum.

No vuelve a despertarse con la solución a los programas. Pasa por descensos continuos sufridos por su ineptitud, hasta que lo ubican en el sector de diseño básico, junto a los jóvenes ingresantes. Su salario disminuye en forma paralela y debe abandonar el lujoso piso a cambio de un descascarado apartamento en la provincia. Igual suerte corre su estado anímico. Le resultó fácil acostumbrarse a una vida placentera, más su corazón no tiene el temple para soportar el descenso a un nivel de subsistencia precaria.

Evita contarle de su debacle a Camila, hasta que la situación se torna insostenible y un atardecer caluroso, mientras toman una cerveza en un bar, le confiesa:

–Tuve que abandonar el piso. Me va mal en la compañía y me bajaron el salario. No me alcanzaba para pagar ese alquiler.

–¿Cómo es eso? ¡¿Cómo te van a bajar el salario en un cargo ejecutivo?!

–Es que ya no tengo ese cargo… No quería decirte, pero hace un tiempo me pasaron como programador junior.

–¡¿Programador junior?! ¿Y para dónde te mudaste?

–Conseguí un apartamentito para el lado de Berazategui. Es medio chico, pero tengo buenas combinaciones de transporte.

–¡¿Berazategui?! ¡Tenés como tres horas de viaje en micro!

–Y sí…

Después de esa tarde la rubia desapareció de su vida. Al principio le presentó excusas para evitar una cita y por último ya no contestó a sus llamados.



Añora la buena calidad de vida que le permitían sus inusuales sueños y a Camila, que completaba aquel cuadro hedónico. Va a buscarla a su trabajo y ronda nervioso por la esquina de la empresa, atento a la salida del personal.

–¡Fabricio! ¡Cómo andás! –le dice Jeremías, quien es el primero en aparecer.

–Bien. La espero a Camila. ¿Está todavía en la oficina?

–No. Se fue temprano con uno de los gerentes.

–Ah…

–Che Fabri, al final nunca te agradecí por la garantía que me firmaste para el monoambiente. La verdad es que me hiciste un gran favor.

–Sí. Todo bien.

–¿Cómo andan tus cosas? ¿Disfrutando esa vida de ejecutivo?

El cordobecito parece no tener apuro y él solo desea esfumarse del lugar.

–Sí, todo bien che.

–A mí me va genial. En el trabajo y en la facultad. Mudarme a ese apartamento me cambió la vida.

–Me alegro.

–¡De veras! Me despierto todas las noches a las cuatro en punto. Abro los ojos y tengo en la cabeza la solución a los programas que estoy desarrollando. Qué loco, ¿no?


© Sergio Cossa 2012

viernes, 14 de septiembre de 2012

Hechizos


Hechizos - Microrrelato - Sergio Coss


El pincel del atardecer apaga los brillos del jardín del palacio. El sapo sale del hueco bajo el árbol y se encamina hacia el pueblo. Baja de dos en dos los peldaños de las escalinatas; se escurre entre las piernas de los guardias; esquiva los mordiscos de un perro curioso; escapa a las garras de un búho; cruza la calle empedrada sorteando carros y caballos y entra a una casa por el agujero de la puerta raída. La joven que lo espera lo besa y el sapo se transforma en príncipe. Un desenfreno de licor y sexo los une hasta el amanecer, cuando el príncipe vuelve a ser sapo y regresa al escondite del jardín.
La joven observa en un espejo cómo su piel se arruga, su nariz se alarga y el cabello se transforma en greñas secas. Se dirige a la cocina para preparar el hechizo que renueva su lozanía. El que vertió en la copa del príncipe durará varias semanas.


© Sergio Cossa 2012

jueves, 30 de agosto de 2012

Revista trimestral de Falsaria





La red social literaria Falsaria acaba de publicar su primera revista trimestral. La misma se compone de cuentos, microrrelatos, poemas y textos de no ficción, recopilados entre los treinta autores más votados en esa red por cada trimestre. En total, más de cuarenta textos de escritores que solemos participar allí.

Tuve la suerte de que el micro El duelo, que escribí hace un tiempo y que también se publicó en la revista Narrativas, quedó seleccionado para esta primera edición.


Desde ya, mi agradecimiento a los que dedican su tiempo para estas promociones.

Un saludo a todos.


© Sergio Cossa 2012


martes, 28 de agosto de 2012

El anuncio


El anuncio - Microrrelato - Sergio Cossa


El Presidente se dispone a dar un anuncio a la Nación y los miembros del gabinete deambulan desconcertados. Ministros y Secretarios intercambian consultas sobre cuál es el motivo del discurso, pero nadie lo conoce. Los rumores circulan de un despacho a otro y se formulan hipótesis que van desde una renuncia presidencial, hasta la expulsión de algún corrupto. Al acercarse la hora, el nerviosismo se incrementa. Se generan enfrentamientos entre críticos y aduladores, quienes se acusan mutuamente de ocultar información.
En el pico máximo de tensión, el Presidente habla a su pueblo.
Las repercusiones son variadas. Sus partidarios afirman que ese acto de grandeza no cambiará el derrotero de la Nación. Los opositores se muestran abiertos y aceptan la noticia sin atacarlo. Las iglesias consideran que la nueva situación es inaceptable. La Primera Dama informa, a través de sus abogados, que exigirá el divorcio. Los miembros de la comunidad homosexual aseguran que ellos ya lo sabían.

© Sergio Cossa 2012

martes, 21 de agosto de 2012

En decadencia



Drácula - En decadencia - Microrrelato - Sergio Cossa


Quinientos veinte años de salvaje vida nocturna minaron la salud del Conde. Al batir sus alas, el dolor de los huesos y las articulaciones es insoportable; su radar de vuelo ha perdido precisión y en varias oportunidades acabó estrellado contra un árbol. Sin embargo, son sus colmillos los que le causan verdadero sufrimiento. Antes filosos y seductores, sus puntas romas no logran penetrar siquiera los cuellos de las jóvenes, quienes, humillantes, lo arrojan a través de las ventanas de sus dormitorios.
De visita al médico, recibe una prescripción rigurosa: debe cambiar Transilvania por algún país con clima más benévolo y suplir su dieta con polillas y otros insectos nocturnos.
Siente como si le hubieran clavado una estaca en el corazón.

© Sergio Cossa 2012


lunes, 6 de agosto de 2012

La máquina




Nuestra amiga Luisa Hurtado González mantiene un blog muy visitado: Microrrelatos al por mayor.
Entre sus excelentes micros, suele incluir algunos con temática ecologista.
En la entrada de hoy, veo con gusto que aparece uno mío: La máquina.
Los invito a que se lleguen a leerlo y a disfrutar de la inmejorable ilustración de Amparo Martínez Alonso.

Un abrazo a ambas y gracias por publicarme e ilustrar mis letras.

© Sergio Cossa 2012

viernes, 3 de agosto de 2012

Las últimas notas




Sentado en la cama la observo. Ajusta el violonchelo entre sus piernas, lo acaricia y comienza a llenar de nostalgia la habitación. Hemos discutido hasta cansarnos y decidimos terminar. Un rayo de sol resalta el cobre de su cabello y los cristales que caen de sus ojos. El arco desciende en acordes graves. Me detengo en su perfil, en esos labios afligidos y recuerdo las sonrisas de otros atardeceres. Luego tomo mi maleta.

© Sergio Cossa 2012

martes, 31 de julio de 2012

Libre




De pie, en el centro de la celda, cierra sus ojos y avanza hacia la ventana. Esta desaparece, igual que la pared. Ya en el patio de la prisión, sigue su marcha y se esfuman los muros. Camina por la calle. Se borran los policías y los jueces corruptos que lo condenaron. Continúa, y se evapora el verdadero asesino. Sin detenerse, hace que se desvanezca la ciudad, que también lo sentenció. Prosigue hasta el borde del acantilado, despliega sus alas y vuela en libertad.


© Sergio Cossa 2012

martes, 24 de julio de 2012

No ser


El mendigo - Mircrorrelato - Sergio Cossa


Con una mano escarba entre los tachos de basura, detrás del restaurante; en la otra sujeta la caja de vino barato. El perro vagabundo que lo sigue hace guardia a la espera de recibir algo. Desde el techo los observa un gato. Cuando se vayan, bajará y conseguirá lo suyo, además de alguna rata. Un ayudante de cocina sale a tirar desperdicios.
–To be or not to be– dice el mendigo.
–Vaya a dormir la mona, viejo borracho.
Javier Benítez bebe un largo trago de vino. Luego gira y se tambalea rumbo al fondo del callejón. Entre los cartones donde duerme, atesora su título de ingeniero. El único recuerdo que guarda de antes del alcohol.


© Sergio Cossa 2012

viernes, 20 de julio de 2012

Racional, las pelotas

Racional, la pelotas - Texto - Sergio Cossa


Cuatro metros de hondo debe tener este pozo de mierda y apenas si deja espacio para sentarme. Me duele el pie, me arden los arañazos que me hicieron las raíces mientras caía, me duele la cabeza. Parece que no tengo nada roto y puedo pisar el fondo lleno de barro y con olor a podrido. De qué me sirve gritar como loco si estoy solo en medio del campo. Hay como un kilómetro hasta el pueblo. Nadie va a venir a rescatarme por más que me desgañite. Vamos, tranquilo, soy racional, tengo que relajarme. Darles tiempo a los de la posada a que noten que no volví de mi paseo al río. Esta noche o mañana recién se van a dar cuenta. Por qué se me habrá ocurrido esa puta idea de dejar el celular para desconectarme del mundo. Mierda que se va a hacer larga la espera. Todavía queda un poco de luz naranja que entra por el hueco, pero dentro de un rato no voy a ver nada. Bichos no hay, pero por las dudas le esquivo a las paredes, falta que me pique una araña, para completarla.

Quién será el hijo de puta que lo dejó tapado con yuyos. Habrá sido una trampa para algún animal y justo me vengo a ensartar yo y ahora que no veo nada ya me está entrando el miedo. Oscuro, sin ruidos, todo apagado y frío y este nudo en el estómago que no es de hambre y el sueño que me vence y no me quiero dormir pero cabeceo de a ratos y me despierto gritando y estoy mojado de barro y transpiro a pesar del frío. ¡La puta madre!, que algo me camina por el cuello y me entra por la camisa y no me alcanzan las manos para sacármela.
¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Por qué carajo me tiene que pasar esto!
La peor noche de mi vida. Me falta el aire estoy helado me duelen todos los músculos y se me parte la cabeza. Adónde mierda se fue eso de tranquilizarse de pensar cosas positivas de ser racional en los casos extremos. ¿Y si no aparece nadie? ¿Y si este pozo se vuelve tumba? Como para frenar el llanto estoy. Mejor me dejo ir, por ahí llorar me alivia un poco y la sal que me llega a la boca me saca este sabor a muerto que tengo.

Creí que la mañana me iba a cambiar el ánimo pero igual sigo viendo todo negro y hago unos  huecos en la pared a ver si calzando los pies llego a las raíces que sobresalen pero me lastimo y ni siquiera despego del suelo. Mi garganta ardiendo de probar a cada rato con gritos de ayuda y mis piernas entumecidas por el frío y la falta de movimiento. Tienen que venir. Tienen que venir. Pero si no se escuchan ni los pájaros acá abajo. Los de la posada se preguntarán qué me pasó. Irán a la comisaría después a los bomberos y después saldrán a buscarme.  Seguro que me salen a buscar. Vieron que venía caminando para el lado del río. Se van a preocupar y saldrá el pueblo a buscarme.
¿Y si no vienen? ¿Si van para otro lado? ¿Y si se larga a llover? Se me vuelven remolinos los pensamientos y ya se puso naranja de nuevo. ¡Otra noche en el pozo no, por favor! Estas lágrimas que ya son barro soy todo barro y líquido y siento que me voy a transformar en barro podrido y en bichos en gusanos en raíces en tumba.

Estoy delirando y no puedo componerme. Esas voces que están en mi cabeza y no me dejan pensar rebotan cada vez más fuerte y sin sentido, vocales sueltas, gritos, o son gritos míos. Pero ese es mi nombre el que suena, y más claro y no es mi voz, no soy yo es de afuera de allá arriba. Y grito y me desespero y grito y salto para empujar mi “¡aquí estoy!” para que salga del pozo para que llame a los de la posada a los bomberos y al chico ese que se asoma por el borde. Y ya no puedo contenerme y estallo de angustia y de alivio y exploto en llanto y fluidos. Y yo que siempre me jacto de moderado y sereno y de ocultar emociones esta vez será inconfundible el olor a mierda que llevo encima.


© Sergio Cossa 2012

miércoles, 18 de julio de 2012

Todo es relativo


Relatividad - Microrrelato - Sergio Cossa


Hay hechos casuales y cotidianos que suelen cambiar al mundo. Por ejemplo, a partir de la caída de una manzana, Newton desarrolló la teoría de la ley de la gravedad terrestre. Un acontecimiento similar ocurrió con Albert Einstein. En el año 2010, la Academia Israelí de Ciencias hizo públicos los manuscritos del científico. Entre tantos borradores, se puede leer un texto en el que Einstein narra cómo se le ocurrió eso de la relatividad espacio-tiempo. Descubrió que los diez minutos de su esposa dentro del baño, no duraban lo mismo que los de él, desesperado por entrar.


© Sergio Cossa 2012

lunes, 16 de julio de 2012

Sin ambiente


Sin ambiente - Microrrelato - Sergio Cossa


Primero contaminaron el bosque, pero como yo vivía en la ciudad, no me preocupó
Luego contaminaron el agua, pero como yo bebía envasada, tampoco me preocupó.
Más tarde extinguieron la fauna silvestre, pero como yo tenía mascota, tampoco me preocupó.
Finalmente derritieron los glaciares, pero como yo vivía en el trópico, tampoco me preocupó.
Ahora estoy consumiendo mi último tanque de oxígeno. Ya es demasiado tarde.


© Sergio Cossa 2012

sábado, 14 de julio de 2012

Servicios completos


Servicios completos - Microrrelato - Sergio Cossa


La sociedad de consumo excede sus límites. No solo se utilizan en exceso bienes materiales, sino también servicios. Existe una oferta continua que nos libera de actividades indeseadas y nos permite ganar algo del escaso y valioso tiempo libre. Un ejemplo manifiesto de dicha oferta es el siguiente aviso clasificado:

Cochería García López
Lo más completo en servicios funerarios
Traslado en furgón sanitario
Ataúdes de diferentes calidades
Capilla ardiente
Salas velatorias
Servicios de azafata y cafetería
Tramitación de certificados e impuestos
Avisos y obituarios en radios y diarios locales
Nuestros servicios lo liberan de cualquier incomodidad
Usted lo único que pone es el difunto.


© Sergio Cossa 2012

jueves, 12 de julio de 2012

Stonewall


Stonewall - Microrrelato - Sergio Cossa


Durante años pude ver cómo construía su muro. Con cada sueño perdido sumaba hiladas que erguían la pared a su alrededor. Una traición, otra hilada. El cerco la protegía. Ella comprendía que se marginaba, pero prefería la oscuridad y la reclusión, al dolor que le causaba enfrentarse con la vida.
Hoy, mi mano penetró a través de un hueco en el muro y, aferrando su corazón, la arrastré de este lado.
Supongo que a veces no hay suficientes piedras.


© Sergio Cossa 2012

N. del A.: La última frase fue extraída de la película Forrest Gump.

martes, 10 de julio de 2012

Proeza




En su blog Las historias, Alberto Chimal propone cada mes crear un texto a través de una fotografía. Interesante ejercicio en el que suelo participar. Este es el texto que me sugirió la del mes de junio.

PROEZA

Nacido en un pueblito del interior de Argentina, Jacinto Benavidez emigró a Estados Unidos para trabajar como mecánico automotriz. Pasados unos meses, lo contrataron como ayudante en un taller ubicado a la vera de la autopista que une a Houston con Los Ángeles. El salario era suficiente para llevar una vida modesta y girar algo de dinero a su familia. Así continuó su existencia tranquila, hasta que un hecho extraordinario inscribió su nombre en las páginas del libro de records mundiales: la proeza de recorrer mil doscientos treinta y cinco kilómetros sujetado debajo de un camión. Su hazaña habría sido aún mayor, si el camión no se hubiera detenido a cargar combustible. Allí fue cuando se escucharon sus gritos, para que le desengancharan el overol.


© Sergio Cossa 2012

jueves, 5 de julio de 2012

Locuras





Durante su recorrida por los pabellones junto a los estudiantes residentes, el director del psiquiátrico se detiene ante una habitación. Invita a los presentes a que se asomen por el pequeño vidrio de la puerta, mientras explica que ése es un enfermo irrecuperable.
En el interior se puede apreciar una figura sobre la cama, envuelta en sábanas y frazadas.
–Es una mujer. Lleva más de un año internada. Todo este tiempo lo pasó arrastrándose como si fuera un gusano y nunca dijo una palabra. Desde hace un mes la vemos así. Las enfermeras le quitan las mantas para higienizarla, la medican, y cuando queda sola vuelve a esa posición, enrollada como una momia.
Días después, en la habitación solo encontraron las sábanas ovilladas. La búsqueda de la mujer resultó inútil. No hallaron rastros ni pistas que los orientaran a saber qué había ocurrido. Los comentarios de los demás internos, acerca de una mariposa gigante que voló hacia el bosque, no fueron tomados con seriedad.


© Sergio Cossa 2012-2023