miércoles, 30 de mayo de 2012

Lo necesario




Abrió el buzón de su casa y retiró la correspondencia. Facturas de luz, gas y cable; resúmenes de cuenta de tarjetas de crédito y una intimación de corte de internet por falta de pago. Cuando estaba por entrar, el cartero regresó. Le dejó el telegrama de despido y una tarjeta postal de ella. Sonrió feliz.


© Sergio Cossa 2012

lunes, 28 de mayo de 2012

Idénticos




Despierta con la cara tallada por la madera del mesón. Junto a su mano sangra el vaso de vino barato y de la vela apenas resiste un hilo de humo. La claridad le duele: entra por la ventana y por los agujeros de las chapas. Igual que el frío. Nota la soledad de la casilla y el camastro vacío.


Sus párpados despegan desparejos, embotados por la resaca del vodka y de la cocaína. La pantalla de plasma ilumina el dormitorio. Inútil. Manotea el control remoto y baja la calefacción central. Gira la cabeza. A su lado, las sábanas intactas.


–Volverá –dice cada uno mientras se incorpora–. Solo fue una cachetada.


© Sergio Cossa 2012

lunes, 21 de mayo de 2012

La cuenta




–Ha sido fehacientemente probado que su marido cometió adulterio, de manera sistemática, durante los veinte años que estuvieron casados. Usted jamás reaccionó ante esos hechos. ¿Cuál fue la circunstancia que la llevó a asesinarlo la última vez que lo encontró con otra mujer?
–Yo soy muy creyente, Señor Juez. Leo la Biblia y practico lo que dice la Palabra de Dios. Mateo 18, versículos 21-22 es muy claro. Jesús dijo: “No perdonarás una vez, ni siete veces, sino setenta veces siete”. Solo se cumplió la cuenta.


© Sergio Cossa 2012

jueves, 17 de mayo de 2012

El hombre perfecto


Valores - microrrelato - Sergio Cossa


Pasó su vida en busca de la perfección, desde los primeros dibujos escolares, los cuales debían armonizar entre líneas y colores. Durante sus estudios jamás aceptó como válida una nota que no fuera excelente y, gracias a esa capacidad consumada, se convirtió en un profesional intachable. Sus empleados padecieron su furor por la excelsitud y terminaron en la calle ante el mínimo desliz. Éxito y fama llegaron como lógico resultado, como así también la completa soledad: las mujeres que intentaron acercársele mostraron demasiados puntos débiles y difusos que atentaron contra su existencia impecable.
En la senectud decidió que el mundo merecía aprender lo que era una vida de perfección y pasó los últimos años escribiendo sus memorias, pero nunca estuvo conforme con los textos que narraba.
Su libro fue publicado post mortem, con el título de “El manual del idiota perfecto”. Fue un best seller.


© Sergio Cossa 2012

miércoles, 16 de mayo de 2012

Primer añito




Hoy hace un año que colgué la primera entrada en este blog. Ya van más de 100...
Gracias por pasar y leerme. Sigan haciéndolo, por supuesto.
¡Un abrazo a tod@s!


NOTA: El que está festejando en la foto no soy yo.

lunes, 14 de mayo de 2012

Fragilidad


Fragilidad - microrrelato - Sergio Cossa

Las manos asoman por la ventana, allá en lo alto. Blancas de sombra, de soledad. Imagino un pecho y una cara que presionan contra la pared fría, para que los brazos estirados alcancen el exterior. Las manos me llegan como frágiles brotes de vida en la piedra inerte de la cárcel. Sigo mi camino.

© Sergio Cossa 2012

sábado, 12 de mayo de 2012

Nuevas tecnologías



A través de la puerta entreabierta del guardarropa observa la acción. Débil, triste, abandonada. El mayor dolor para una muñeca inflable es ser reemplazada por la moderna androide XXX-21.


© Sergio Cossa 2012

martes, 8 de mayo de 2012

Relax



Su cuerpo desnudo descansa en la playa. A la vista del sol que se suelda con el mar, la arena pierde el ardor acumulado. Cientos de pájaros alborotados retornan en busca del manantial y el resguardo de los árboles. Estira un brazo y alcanza un coco para beber el jugo fresco. Su mente divaga sin preocuparse por el resto del mundo. Lejos de los avatares de la política, de la economía. La paz lo colma. Sin embargo no está conforme. Se le están volviendo largos estos cuatro años de náufrago.

© Sergio Cossa 2012

viernes, 4 de mayo de 2012

El olor de la muerte




En enero publiqué el micro El loco de los velatorios y varios amigos me dijeron que tenía material como para un cuento.

Este cuento ganó el el Primer Premio en el 24º Certamen Nacional de Poesía y Prosa de la localidad de Jovita, Córdoba.


EL OLOR DE LA MUERTE


Fue en la adolescencia cuando olió a la muerte por primera vez. Y esto que escribo no es una metáfora. Dijo que jugaba a la pelota con unos amigos, cuando un olor diferente a sus sudores y a la basura cercana se reveló en su nariz. Lo trajo la brisa que soplaba desde el cementerio y le llegó directo al cerebro. Fue tan intenso que giró sobre sí y caminó a su encuentro. Hubo un nuevo soplo y el olor se transformó en color e imagen. No recordaba nada del entorno. Tal vez sus amigos le preguntaron por qué abandonaba el juego, tal vez un conductor lo insultó por cruzar la calle sin mirar. En su memoria quedó grabado ese olor negro y penetrante, esa imagen de huesos riéndose y jirones de ropa batidos por el viento. Le caían lágrimas mientras me lo contaba. Sonó contundente cuando dijo: “Ese día nací”.
Luego se encerró en un silencio oscuro y debí soltarle varias palabras claves para recuperarlo: olor, terror, locura, muerte, eternidad. Sus ojos volvieron a localizarme y continuó hablando. Describió cómo, desde esa tarde, encontró solo un motivo para vivir: “Necesitaba sentirme impregnado por la esencia de la muerte”. Muerte para la vida. Una paradoja a la cual no pudo escapar, y que condujo sus actos hasta depositarlo en una celda. Recordó sus primeras incursiones en los velatorios, persiguiendo efluvios que lo arrastraban hasta esos ataúdes desconocidos. Enseguida pudo reconocer que cada olor era diferente: llegaba distinto y provocaba imágenes distintas. Entonces comprendió que la muerte no era una sola. “Para que lo sepa: hay muchas muertes”, tomándome de la muñeca lo dijo. Aún ahora, mientras escribo, siento cómo se eriza mi piel.
Esas visitas lo adiestraron para identificar a la muerte según las edades de los difuntos. Las que rodeaban a los pequeños féretros blancos despedían un olor amargo y se mostraban incómodas, irritadas. Era común que apenas permanecieran un instante y se desvanecieran en un remolino fugaz. Con los ancianos aparecían otras, calmas, como si la naturaleza las llamara a completar un ciclo. El aire que las rodeaba era azucarado y espeso. Se tomaban todo el tiempo para rondar por el ataúd y solían acompañar al cortejo hasta la tumba.
Le pregunté si realmente veía a esas imágenes de la muerte, como quien ve a una persona. Me contestó que no. Los olores formaban representaciones en su cerebro que le despertaban un placer supremo, que lo acercaban a lo eterno, a Dios.
Con el paso del tiempo, se aisló de sus amigos y fracasó en los pobres intentos de relacionarse con mujeres. El merodeo por los velatorios también le resultó insuficiente. Como toda adicción, pensé. Los vahos, desprendiéndose de los cuerpos, apenas le generaban dibujos borrosos en su mente. No percibía nada cercano a los gozos que acostumbraba perseguir. Erraba en una seca monotonía, hasta el día en que presenció un accidente fatal. Hasta ese momento había sido un observador pasivo de las muertes. Olía sus emanaciones, las vivía en todo su ser, aunque siempre provenían de un cuerpo frío, entregado, limpio. El día del accidente lo embriagó el relámpago que sobrevino desde una muerte desconocida. Sobre el cuerpo que yacía ensangrentado, pudo ver un espectro que se encendía con destellos de amarillo y plata. Sus huesos flotaban desunidos, como una marioneta con hilos invisibles. El olor acre que emitía invadió sus sentidos, lo separó del suelo y lo encaramó a goces exquisitos e inexplorados. Y lo escuchó. Fue la primera vez que los sonidos mortales completaban sus visiones. Un rechinamiento de metales, de vidrio destrozado, de cadenas escurriéndose.
Me miraba como intentando que yo vislumbrara, a través de sus ojos, todo aquel desenfreno de emociones. Como para justificar lo que vino después en su vida.
Luego del accidente no hubo retorno para él. Vegetaba. Padecía en el intento quimérico de subsistir sin esa droga. Habían desaparecido los estímulos y el hastío lo ensombrecía. Por eso salió a buscar a las muertes amarillas de olores acres. “La tristeza me estaba destruyendo”, me dijo. Decidió tomar la iniciativa y dejar de ser el observador pasivo y casual. Se dispuso a matar. Pero él no era un demente que tomaría la vida de cualquier transeúnte desprevenido. Escogió a su primera víctima con cuidado. Una noche apagada, una puerta trasera mal cerrada, una mujer sola.
No se encontraba preparado para lo que sobrevino luego del golpe. Hedores vigorosos, mezclas de azufre y herrumbre, calcinaban sus fosas nasales, mientras una lluvia de fuego lo envolvía. Experimentaba una caída libre hacia el infierno y al mismo tiempo se sentía despedido a lugares celestiales: su cuerpo fragmentándose en infinitas astillas. No vio llegar a esa nueva muerte, porque él era La Muerte. Eran sus huesos y su manto negro, su carne ardiendo y sus cabellos azotados por viento solar. Y en medio del aquelarre, su risa enmarcaba un júbilo de ángeles, una lujuria demoníaca, hasta perder la noción de tiempo y de espacio.
Juro y lo dejo por escrito: mientras me relataba su crimen, su voz provenía como desde una caverna y su piel brillaba.
“¿Cómo podía evitar arrastrarme para siempre ante ese hechizo?”, me dijo.
Los crímenes se sucedieron por años, calculados, sistemáticos, irresueltos, hasta que ya no pudo discernir qué era realidad y qué habitaba solo en su mente.
Le pregunté si esa rutina lo había llevado a descuidar los detalles, a distraerse. Las investigaciones por sus asesinatos jamás reportaban pruebas que lo acusaran. Sin embargo, en este último hecho, el rastro apuntaba de forma inequívoca hasta él. Me respondió que había llegado a su límite, que nuevamente nada lo reconfortaba y debía superarse. Por eso permitió que lo atraparan.


Como puede notar, no emito juicio sobre mi entrevista. La justicia humana ya se ha expedido. Si hay una justicia divina, también tendrá su oportunidad. Solo debe saber que mañana, cuando usted dé la orden para la ejecución del condenado, lo premiará con el mayor y último de sus deseos: respirar el olor de su propia muerte.


© Sergio Cossa 2012

miércoles, 2 de mayo de 2012

Hipócritas


Hipócritas - Microrrelato - Sergio Cossa


Después de casados, la mujer decidió que a su marido le vendrían bien algunos cambios estéticos. Así fue que lo alentó para que se cortara el pelo y se quitara esa barba de peluche.

La verdad es que tenía razón. Con menos pelos en la cara, me veo más joven.

Luego, ella insistió para que comenzara un estructurado entrenamiento físico. Cuatro veces por semana, el hombre se mataba con los aparatos y los abdominales.

Me siento mejor, es cierto. Incluso hasta se me está yendo la pancita.

Le costó convencerlo para que los viernes a la noche dejara de lado los asados con sus amigos, a cambio de salidas al cine y al teatro. Pero la perseverancia fue premiada: incluso logró que se volviera vegetariano, igual que ella.

Extraño a los muchachos.

El esfuerzo final consistió en convertirlo a su religión. Una creyente como ella no podía estar casada con semejante ateo.

Siempre supuse que había algo más allá. Alguien que nos guía y aguarda en el paraíso.

Meses después, la mujer se buscó un amante. No se afeitaba ni se bañaba seguido, pero al menos tenía una personalidad avasallante, no como el pusilánime de su marido.

Me siento bien, joven y maduro a la vez. Creo que merezco darle una oportunidad a esa alumna que me provoca desde principio de año.

Los domingos van a misa tomados del brazo, como un buen matrimonio que se precie.


© Sergio Cossa 2012