martes, 18 de septiembre de 2012

Lo que no es de uno




A las cuatro de la madrugada el sueño termina y Fabricio abre los ojos. El aire frío de la habitación invade sus pulmones, invitándolo a permanecer en la cama. Se esfuerza por levantarse y enciende el ordenador sobre la pequeña mesa a su lado. La claridad metálica de la luz del monitor lo ayuda a encontrar la ropa helada. La cocina es apenas una hendidura en una pared del monoambiente; prende el horno para calentar el lugar y una hornalla donde hay una jarra con café. Luego, comienza a teclear el algoritmo de programación que soñó hace unos instantes.

Un murmullo lo sobresalta y vuelve su vista a la cama. Del acolchado escapa un pie de Camila, enfundado en una media rayada. Por la otra punta asoma su revuelta melena rubia. En el medio, en el revoltijo de sábanas y colchas, adivina la serpiente de su cuerpo perfecto. Las curvas treintañeras que deseaba desde hace tiempo.

Programa hasta las seis y regresa a la cama. Su cerebro excitado debido a la concentración lo mantiene despierto. Mientras se relaja, repasa su condición de vida y los cambios que han ocurrido.



Aceptaba que era un mediocre analista programador. Durante años deambuló por empresas de desarrollo de software, hasta que lo contrataron en una multinacional que controlaba los sistemas informáticos de las autopistas. A pesar de sus treinta y dos años, ingresó con sueldo de principiante, apenas suficiente para escapar de la pensión donde subsistía y alquilar ese diminuto apartamento. No disponía de calefacción y las manchas de humedad invitaban a imaginar figuras, pero allí, al menos gozaba de privacidad.

En la empresa lo habían instalado en un cubículo diminuto y al poco tiempo le acoplaron otro recién ingresado. Un joven quien le recordaba sus primeros pasos después de acabar la carrera de sistemas y le ocupaba el escaso espacio libre que disponía.

–Hola, soy Jeremías. ¿Sos de Capital?– preguntó el nuevo.

–Fabricio. Rosarino.

–Yo también soy del interior. De un pueblito cerca de Córdoba. Terminé la carrera de analista y me salió una beca para trabajar acá y hacer la licenciatura.

–Ajá.

–¿Vos sos analista?

–Sí.

Hablaban de espaldas, pues el lugar no permitía siquiera girar las sillas.

–¿Hace mucho que trabajás acá?

–Dos meses. Che, flaco, está todo bien, pero terminá con la charla que estoy laburando.

Durante las diez horas que permanecía en la empresa, lo único que veía eran los tabiques de madera pintados de gris; las pausas para servirse café o ir al baño se transformaban en recreos. Intercambiaba algunas palabras con sus compañeros y admiraba las piernas de Camila, la rubia encargada de diseño web, que se ofrecían sabrosas bajo su minifalda. Su aspecto exuberante se destacaba como una pirámide en un mar de arena. Una pirámide inalcanzable, según los comentarios.

Dos mañanas a la semana, el plantel se reunía en la oficina del jefe de programadores para analizar el avance de los desarrollos. Fabricio padecía esas juntas de trabajo. Allí quedaba expuesta su mediocridad y terminaba con la impresión de que prescindirían de sus servicios en cualquier momento.

Una de esas mañanas percibió que los ojos verdes de Camila se detenían sobre los suyos. ¿Habría sido una coincidencia? Para quitarse la duda se acercó a ella junto a la máquina del café.

–Cami, siempre me pregunté si vivís por acá cerca.

–¿Y por qué te lo preguntaste?

– Porque podría invitarte a tomar algo cuando salís, si no tenés que viajar lejos.

–Vivo a quince minutos, pero igual te agradezco la invitación. Tengo planes para hoy.

–¿Y habrá algún día que no tengas planes?

–¿Esa pelada que tenés es natural o te rapás porque te dijeron que te queda bien?

–Es natural. Después de los veinticinco me quedé sin pelo.

–Mirá, Fabricio. Me gustan los pelados como vos. Sos atractivo, tenés buen lomo… ¿pero, sabés qué? Necesitás subir varios escalones. Así que dejalo ahí. Quién te dice más adelante… aunque por lo que se comenta venís mal para un ascenso.

No le duró mucho el desaliento. El rechazo de Camila fue por una cuestión de estatus. Al final, provocó un rebote positivo en su ánimo. Si su problema era la mediocridad, entonces la superaría, si no con sapiencia, al menos con esfuerzo. De regreso a su apartamento preparó una jarra con café y se sentó frente al ordenador para continuar el trabajo que desarrollaba en la oficina. Analizó líneas de código; fue y vino por los algoritmos; buscó información en internet y deslizó preguntas en los foros de programadores. Pasada la medianoche poco había avanzado. Cinco horas de batalla mental y aún le quedaba un módulo que no podía resolver. Sin embargo, su decisión de esforzarse lo conformó. Miró a su alrededor, sus cosas, su trabajo, las cuatro paredes del pequeño ambiente y se dijo: “Este es mi lugar en el mundo”. Se fue a dormir agotado.

Abrió los ojos y buscó el reloj en la oscuridad: las cuatro. Como un autómata se levantó y encendió el ordenador, esperó ansioso a que se inicializara y tecleó lo que acababa de soñar: la solución a su módulo imposible. El nuevo código era exquisito, magistral. Encajaba como la pieza que completaba el rompecabezas. ¿Funcionaría en la oficina? No esperó a que amaneciera. La empresa contaba con una guardia permanente y los servidores jamás se apagaban. Llegó, introdujo su trabajo en el ordenador y comprobó que el sistema marchaba perfecto.

Durante el día repasó la lógica con la que había intentado resolver el módulo. Sus análisis habían pasado muy lejos de la dirección correcta. Terminó vinculando el hecho fortuito de la resolución a que su cerebro, estimulado por el esfuerzo, trabajó en forma subconsciente hasta dar con la fórmula.

Volvió a ocurrir dos noches después. A la misma hora lo despertó un sueño similar, con un nuevo código que resolvía lo que debía desarrollar. No se lo atribuyó al esfuerzo de su cerebro, puesto que se había acostado pasado de alcohol luego de una cena con sus compañeros de trabajo.

Después de un mes de repetirse el hecho con frecuencia desistió de preguntarse qué ocurría. Cómo y por qué brotaban esos sueños. Cuál era el disparador que encendía la química de sus neuronas para que dibujaran algoritmos perfectos en su mente. Porque no solo aparecía la solución, además, su calidad era insuperable.

La empresa reconoció sus logros. Recibió elogios y le otorgaron un cubículo espacioso y a solas. La exigencia a su trabajo también creció, por lo que planeó una rutina que se adaptaba a sus actividades nocturnas. Durante el día se relajaba, leía, interactuaba en las redes sociales y cargaba el pendrive para llevarse el trabajo a su apartamento. Cenaba temprano y se dormía con la certeza de que el anhelado sueño lo despertaría a la madrugada.

–Los gerentes te mandan una buena noticia: desde el lunes te hacés cargo del Proyecto Ruta Quince– le dijo su jefe.

–¡El Ruta Quin…!

–Después de que te cambies a la oficina azul se te indicará el equipo de trabajo que vas a dirigir. La verdad es que hace diez meses no daba nada por vos. Ahora tengo que felicitarte.

Sería líder del grupo de desarrollo del proyecto más ambicioso de la empresa. Implicaba un incremento en sus responsabilidades, pero además un destacado cambio de estatus y un sustancial aumento de salario. La oficina azul era una de las dos vidriadas del salón y le ofrecía una vista panorámica del cubículo de Camila.

–Debo reconocer que subiste los escalones muy rápido. Parece que teníamos un Bill Gates escondido– le dijo la rubia una tarde.

–Bill Gates nunca aprendió a programar y trepó las escaleras mucho más rápido que yo. Pero bueno, acá estoy.

–Y decime, ¿sigue pendiente aquella invitación a tomar algo?



Ahora la disfruta a su lado, siente el calor de su cuerpo y su respiración sosegada. Se duerme con una mano apoyada en sus caderas.

–Fabri, lo de anoche estuvo fantástico, pero vas a tener que hacer algo con tu casa. ¡Es una heladera!– comenta Camila mientras desayunan.

–Lo sé. Ya estoy pensando en mudarme. Te cuento algo: me buscan de otra empresa para un cargo de analista ejecutivo.

–¡Mi amor! ¿Y es una buena propuesta?

–Sí. Antes de que me dieran el Ruta Quince los había llamado por si necesitaban programador. De alguna forma se enteraron de mi ascenso y me quieren llevar.

–¿Y qué vas a hacer?

–Creo que voy a aceptar. Es un mejor puesto y mayor salario. Acá tengo poco más de un año de antigüedad, así que no pierdo nada. Hasta me podré comprar un auto.

–Entonces no demores mucho en decidirte, corazón. Me gusta estar al lado de los mejores.

Unos días después envía el telegrama de renuncia y su jefe estalla contrariado:

–¡Nos abandonás en medio de un proyecto y para trabajar con la competencia! A los que nos dejan, los invitamos a regresar si les va mal. Pero vos no te molestes en volver.

–No te preocupes, voy a estar mejor que acá.

Luego de establecerse en la nueva empresa, pedirá que incorporen a Camila y a Jeremías. El cordobecito es el único que lo ayudó cuando no encontraba el rumbo, antes de que comenzaran sus sueños extraordinarios. Vive lejos de la capital y viaja dos horas para llegar al trabajo.

–Jere, en unos días desocupo el monoambiente; me mudo al centro –le dijo–. ¿Por qué no te cambiás ahí? Es barato y te ahorrás horas de tren. Te salgo de garantía para el alquiler, si querés.



El edificio de la nueva compañía lo intimida con su cuerpo de acero y vidrio. Lo presentan con el énfasis que demandan sus antecedentes y se instala en una luminosa oficina del piso veintidós. Desde allí ve cómo el sol da de lleno sobre el complejo de apartamentos al que se mudó. Alquilar ese piso amoblado es una apuesta económica fuerte, pero las apariencias de su nuevo nivel de vida lo exigen.

Mientras los gerentes diagraman el área que tendrá a su cargo, le entregan una serie de módulos a desarrollar de urgencia.

–Comprendemos que esta no será su ocupación en la compañía, Fabricio, pero la reestructuración nos atrasó con los plazos de entrega y no podemos distraer personal– le dicen.

Dedica el resto del día a interiorizarse sobre los sistemas a resolver y deja el trabajo a su mente, para que lo concluya mientras duerme.

Esa noche, rechaza el pedido de Camila para ir a conocer el apartamento. Desea disfrutar en soledad de la calidez de su nuevo hogar. Compra comida y cena con buen vino. Lo rodea un entorno muy distinto al que tenía en el monoambiente. Los muebles, el espacio. Un gran televisor reemplaza a las manchas de humedad y el ordenador ya no está pegado a su cama: cuando el sueño lo despierte, irá al estudio que montó en la habitación contigua.

La claridad de la mañana lo impulsa a sentarse en la cama. Se despereza, prepara café y enciende el televisor con un repique de alarma en el subconsciente. ¿Qué está mal? El reloj indica las nueve y cinco, no llegará tarde al trabajo. Se durmió rápido y profundo gracias al vino y se siente descansado. ¿Qué está mal?

Mientras muerde una tostada lo comprende: ¡no ha soñado! No se despertó a las cuatro con la solución de los programas. Es la primera vez que le ocurre y marcha hacia la compañía con los pensamientos revueltos. Durante el día se tranquiliza. Se dedica a repasar los códigos, los cuales no termina de entender y confía en que esa noche volverá a soñar.

Soporta el mal humor de Camila, ante un nuevo rechazo de pasar la noche juntos. Come liviano y no prueba el vino. Duerme mal y se despierta de a ratos mirando el reloj. Las dos, las cuatro, las seis. El amanecer lo descubre con los ojos abiertos y demasiados interrogantes.

Durante las noches siguientes intenta diversas opciones. Invita a Camila, sale con amigos y regresa tarde; combina comidas, bebidas y compañías. Pero los sueños reveladores no regresan.

En varias oportunidades los gerentes le solicitan que termine los módulos. Los reclamos pasan de comentarios como: “Imaginamos que se está adaptando”, a otros más tajantes: “¡Necesitamos entregar eso mañana! ¿Seguro que lo sabe hacer?”

Veinte días después le dicen:

–Fabricio, nos preocupa su falta de resolución en este tema. Vamos a tomarnos un tiempo antes de confiarle la dirección ejecutiva del área de desarrollo. Tal vez necesite unos meses de adaptación. Lo reubicaremos hasta que retorne al nivel que indica su currículum.

No vuelve a despertarse con la solución a los programas. Pasa por descensos continuos sufridos por su ineptitud, hasta que lo ubican en el sector de diseño básico, junto a los jóvenes ingresantes. Su salario disminuye en forma paralela y debe abandonar el lujoso piso a cambio de un descascarado apartamento en la provincia. Igual suerte corre su estado anímico. Le resultó fácil acostumbrarse a una vida placentera, más su corazón no tiene el temple para soportar el descenso a un nivel de subsistencia precaria.

Evita contarle de su debacle a Camila, hasta que la situación se torna insostenible y un atardecer caluroso, mientras toman una cerveza en un bar, le confiesa:

–Tuve que abandonar el piso. Me va mal en la compañía y me bajaron el salario. No me alcanzaba para pagar ese alquiler.

–¿Cómo es eso? ¡¿Cómo te van a bajar el salario en un cargo ejecutivo?!

–Es que ya no tengo ese cargo… No quería decirte, pero hace un tiempo me pasaron como programador junior.

–¡¿Programador junior?! ¿Y para dónde te mudaste?

–Conseguí un apartamentito para el lado de Berazategui. Es medio chico, pero tengo buenas combinaciones de transporte.

–¡¿Berazategui?! ¡Tenés como tres horas de viaje en micro!

–Y sí…

Después de esa tarde la rubia desapareció de su vida. Al principio le presentó excusas para evitar una cita y por último ya no contestó a sus llamados.



Añora la buena calidad de vida que le permitían sus inusuales sueños y a Camila, que completaba aquel cuadro hedónico. Va a buscarla a su trabajo y ronda nervioso por la esquina de la empresa, atento a la salida del personal.

–¡Fabricio! ¡Cómo andás! –le dice Jeremías, quien es el primero en aparecer.

–Bien. La espero a Camila. ¿Está todavía en la oficina?

–No. Se fue temprano con uno de los gerentes.

–Ah…

–Che Fabri, al final nunca te agradecí por la garantía que me firmaste para el monoambiente. La verdad es que me hiciste un gran favor.

–Sí. Todo bien.

–¿Cómo andan tus cosas? ¿Disfrutando esa vida de ejecutivo?

El cordobecito parece no tener apuro y él solo desea esfumarse del lugar.

–Sí, todo bien che.

–A mí me va genial. En el trabajo y en la facultad. Mudarme a ese apartamento me cambió la vida.

–Me alegro.

–¡De veras! Me despierto todas las noches a las cuatro en punto. Abro los ojos y tengo en la cabeza la solución a los programas que estoy desarrollando. Qué loco, ¿no?


© Sergio Cossa 2012

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