jueves, 22 de noviembre de 2012

Pertenencia


Pertenencia (cuento) - Sergio Cossa


El escritor se sienta frente a la pantalla en blanco y teclea: “VOCES DEL TERRUÑO”. Título provisorio, como para ponerle un nombre al cuento. Después se queda largo rato con la vista colgando del cursor titilante.

Al día siguiente vuelve a intentarlo, termo y mate a mano. No hay caso, no arranca. No encuentra las voces de su infancia. No llegan olores, imágenes tampoco. Rebusca en cada caja de memoria. Desvela telones pesados y cenicientos. Amaga unas palabras aisladas y sin conexión. No brota el vómito, ese torrente que suele surgir y que lo recluye del mundo mientras escribe. “Terruño” no le dice nada. Con el mate torcido en la mano, casi chorreándose, se absorbe en una reflexión: “¿De dónde carajo soy?”. Es que no encuentra la pertenencia, el sentimiento de propiedad, de posesión que suele acompañar cuando se dice: “esta es mi tierra”.
Nunca pudo atarse a un lugar, por decisiones ajenas y propias y así vio pasar paisajes, culturas y personas. Amigos que no llegaron a serlo. Banderas nacionales y políticas disueltas y vueltas jirones.
“¿Y esto es malo?”, vuelve a preguntarse. “¿Habrá que ser de algún lado, nomás?”. Entonces escribe:


La joven trigueña se recostaba con los brazos apoyados en el marco de la ventana del octavo piso. A su lado, compartiendo la visión de la metrópolis adormecida, el joven mezclaba palabras y pensamientos en un portugués precario. No se animaba a confesarle que gustaba de ella, que gozaba de su presencia, de su cercanía. Le resultaba difícil entender a las brasileras. Sus caricias y sus abrazos eran engañosos. Ya le había pasado: “Você está confuso. Eu só quero ser sua amiga.”, lo frenaron una vez.
La lluvia, costumbre del verano, dejó de caer. Con el cielo limpio, algunas estrellas escapaban a la polución, enredándose con las luces de los rascacielos. El aire fresco penetraba en el cuarto y lo inspiraban profundo y en silencio, como para no espantarlo, porque duraba poco, antes de que el humo nuevamente quemara los ojos y los pulmones.
–Eu amo São Paulo –dijo ella–. Eu amo essa cidade louca, cheia de paranóico. Eu não poderia viver em outro lugar.


“Es cierto que yo también amaba esa mierda”, rememora el escritor. Había evolucionado en un paulista más. Disfrutaba de permanecer con la adrenalina a flor de piel cada hora del día. Ese ritmo de locos de las grandes ciudades, el tráfico, la violencia, la mendicidad organizada, los sin techo, la exclusión creaban un cóctel que paradójicamente lo atrapaba, lo invitaba a vivir, a volverse fuerte, resilente. Y en los momentos en que parecía explotar, descentrarse, el claustro de las bibliotecas lo bendecía y abrigaba. Lo cercaba con paredes de papel añejo y sabio. Con palabras ilustradas o ignotas que solían transportarlo a su niñez y a los consejos de su padre.
El escritor despeja la bruma de los recuerdos, salta unos espacios en la página y vuelve a teclear:


Pesada estaba la humedad en el estero. El Paraná había desbordado y los bajos de la zona se habían vuelto laguna. La inundación, como cada año, había exiliado a los lugareños hacia los vagones del ferrocarril, donde recibían asistencia y por ahora la zona pertenecía a mosquitos, sapos, garzas y cigüeñas.
–¿Y por qué no se van a vivir a otra parte? –preguntó el niño.
–Porque les viene bien que se les inunde el rancho. Allá les dan de comer y ropa nueva. Viven mejor nosotros –respondió el padre, mientras preparaba la línea de hilo plástico. Aseguró la boya, el anzuelo, enhebró una lombriz y la revoleó al centro del bañado. Después se sentó y mientras tarareaba un chamamé, sacó tabaco de una bolsa y empezó a armar un cigarrillo.
El niño descolgó la honda que llevaba al cuello, la cargó con una piedra redondeada y salió en busca de pajaritos.
–Cuidado que con toda este agua está lleno de bichos –le advirtió el padre.
Paladeaba las salidas de pesca con su padre. La llegada junto con el sol, que desteñía las sombras y se espejaba en los esteros y el verde que cubría el horizonte. El bicherío que despertaba y aturdía con cantos y silbidos. Sus sueños volaban hasta ahí nomás. Apenas si despegaban del pueblo y del río. Y era suficiente.
Probó unos tiros contra las flores violetas de los camalotes que flotaban a la deriva. Firme en la mano la horqueta de madera. Un canto conocido lo acercó a un ceibo alto, que sangraba de rojo a la orilla del estero. Medio escondido entre las hojas, el sietecolores silbaba fuerte, tal vez llamando a su hembra. ¡Semejante presa para mostrarles a los amigos del barrio! Se arrimó despacio, la honda tensada a medias, los ojos fijos allá arriba, la respiración contenida. Desde lejos escuchó a su padre que cambiaba al canturreo de una chamarrita. El resto era silencio. El sietecolores se había callado. Lo veía en lo alto del ceibo. Un paso a la derecha y lo tendría a tiro. Justo entre los yuyos donde dormitaba la yarará.


Deja de escribir y camina hasta el armario. Aunque haya pasado una vida, cada vez que abre la caja que guarda la pequeña zapatilla con dos agujeros en la suela de goma, su cuerpo y sus sentidos se conmueven. Una inyección de colores, sonidos, olores elevan su conciencia y su memoria. Comprende que su pertenencia no es a un lugar, sino que es a la vida, a quienes lo rodearon, lo quisieron, lo amaron.
Regresa al teclado y con ritmo frenético, sin pausas ni relectura, suelta sus recuerdos. Escribe sobre el chile mejicano y su boca adormecida por el ardor; sobre la pobreza endémica de Centroamérica; sobre sus amigos de la infancia; sobre su paso por Nicaragua después de la caída del águila; sobre su madre cantando entre la ropa tendida; sobre la solidaridad en la selva panameña; sobre la mujer que lo sueña y espera. Son como apuntes. Textos sueltos sin trama ni ilación, pero que en su todo puede ver la pertenencia. Son su propiedad, su vida. En cada uno de esos lugares fue él. Como lo es ahora y seguiría siéndolo a donde fuera. Porque se siente universal.

El mate, frío y abandonado, aguarda con paciencia una nueva ronda.


© Sergio Cossa 2012

lunes, 12 de noviembre de 2012

Código de barras

Este cuento creció desde el microrrelato homónimo, para el concurso de otoño de ¡¡Ábrete Libro!!, cuya temática fue la ciencia ficción. Un pobre intento de incursionar en el género.

CÓDIGO DE BARRAS


Lo primero que veo son su reloj y los números grabados en su antebrazo. No. No son números... ¡También los tengo! Signos extraños que resaltan en la penumbra con un resplandor amarillento. Y lo que parece un reloj es un grillete que nos sujeta a la pared metálica. Sacudo la cabeza, como si eso ayudase a despejar mi mente. Escucho llantos y voces que colman el recinto: plegarias, susurros, maldiciones. Hay decenas de mujeres y hombres desnudos como yo, encadenados en hileras deformes y ocupando el piso frío, sobre nuestros propios desechos. El olor me penetra hasta provocarme náuseas.
–¡Despertó! –escucho a mi lado–. Pensé que la bomba le había quemado el cerebro. Llevaba varios días inconsciente.
Es un viejo canoso y flaco, sentado y abrazado a sus rodillas. Me incorporo para alejar mi nariz de los excrementos del piso y los músculos rígidos me atormentan. Apenas si apoyo la espalda al metal helado de la pared. Algunos puntos en el techo filtran luz blanca y permiten que la oscuridad no sea total.
–Dónde carajo estamos.
–En una nave de los tresbrazos, dónde más. Después del bombardeo al refugio nos cargaron como a ganado. Usted subió a los tumbos y se desmayó. ¿No se acuerda?
Me acuerdo de estar escondido, hacinado en un refugio subterráneo. Implorando para que no nos alcanzaran los ataques de los tresbrazos. Lejos de mi familia, incomunicado, al otro lado de la ciudad. Como todos, casi sin comprender qué le pasó al mundo. De dónde salieron los invasores y por qué los paladines de la libertad no nos defendieron como en las películas. En pocos días nos devastaron: el Apocalipsis llegó sin aviso. Solo de eso me acuerdo.
–Tuvo suerte de desmayarse. No se imagina lo que dolió el tatuaje. Así fue el primer día: gritos de dolor y olor a piel quemada. Usted igual tembló cuando se lo hicieron. Está agitado. Respire despacio que el oxígeno no sobra.
Se me parte la cabeza. Paso los dedos por los signos del antebrazo. Siento su relieve fluorescente y áspero. Parece una especie de código en chino. Pegada a mi costado izquierdo, una mujer pierde su mirada en el infinito. Una rubia madura y rellena, con un rastro de sangre seca que le baja por el costado de la cara y se diluye sobre el pecho.
–Esa es como si no existiera –dice el viejo–. Cuando le traigan la comida la agarra usted y compartimos.
A escasos metros, un portón se abre con un siseo y la figura negra de un tresbrazos obstruye la luz exterior. Es la primera vez que veo uno y se me afloja la vejiga. El miedo que me acosó en el refugio no es comparable a lo que siento. Abrazo mis piernas igual que el viejo y noto la piel erizada en todo el cuerpo, mientras mi corazón se salta varios latidos. Debe tener casi tres metros de alto y la cabeza como la de un jabalí. El cuerpo lleno de pelo negro y duro. En sus dos brazos laterales sostiene unos palos largos, con destellos eléctricos en las puntas. Desde el centro del pecho le nace un tercer brazo, más corto y menos musculoso que los otros. Ingresa y deja paso a dos hombres desnudos, que empujan carros cargados con recipientes.
–La comida –dice el viejo–. Agarre rápido porque sino la bestia lo quema con esos palos eléctricos.
Manoteo el jarro que me corresponde y también el que le tocaría a la mujer perdida. Contienen una pasta espesa, gris, fría y con olor a especias. Saco un poco con los dedos y pruebo un bocado asqueroso.
–Coma rápido, hombre, que es la única del día. Y me deja un poco del otro jarro. Ahí traen agua también. No vaya a desperdiciar ni un trago.
Los que empujan los carros se vuelven hacia la salida y veo sus espaldas cruzadas con numerosas ampollas rojizas. Recién ahora noto que el silencio es total y aterrador. Cuando se cierra el portón y quedamos en penumbras, regresan de a poco los murmullos.
–¿Tiene idea de a dónde nos llevan? –pregunto al viejo.
–¿Y a quién le vamos a preguntar? ¿Al tresbrazos? Algunos comentan que alcanzaron a ver muchas naves espaciales. Cargaron a la gente que sobrevivió al ataque y despegaron. Dicen que son grandes y largas como gusanos. Y que solo a los adultos nos llevaron.
Hay una sacudida, luego una caída libre nos despega del piso y nos deja flotando junto a los desechos. El grillete se calienta y la pared, antes fría, ahora abrasa con solo rozarla. Al final, como un ascensor deteniéndose, volvemos al piso y siento como si me aplastara una prensa invisible. Un golpe seco y nada más se mueve.
«Capaz que aterrizamos».
El portón se abre y una ráfaga del aire exterior aplaca nuestra hediondez. También penetra una luz blanca que enceguece. Se sueltan los grilletes que nos sujetaban a las paredes y aparecen dos tresbrazos con sus palos eléctricos. Emiten un sonido agudo, un chillido que es lo único que se me ocurre puede salir de esas cabezas de cerdo. Uno se queda en la puerta y el otro quema a los más cercanos, empujándolos hacia afuera. Los gritos de dolor se suceden mientras los primeros intentan salir a los tropezones. Otra vez el miedo, el terror que intenta paralizarme. Me obligo a pararme antes de que llegue el monstruo. Los músculos entumecidos claman dentro de mi cuerpo. Le doy un tirón en el brazo al viejo y se pone de pie entre quejidos. Miro a la mujer: sigue aislada de todo, extraviada. Atropello a los que tengo adelante, metiéndome entre medio para esquivar los palos. Otro viejo cae cerca de la abertura y todos lo pisamos. Al cruzar el umbral, el tresbrazos de la puerta me pasa por el tatuaje un laser que sostiene en el brazo del pecho. El tatuaje brilla por un segundo y luego me empuja hacia afuera. Trastabillo y ruedo por una rampa, al levantarme, una descarga nace en mi hombro y me recorre el cuerpo, produciéndome calambres y un ardor insoportable. No puedo ahogar el grito y solo atino a saltar hacia delante. Quiero insultar, llorar, golpear, pero mi mente no responde. Me falta oxígeno. Acabo en una explanada de acero, rodeado de cientos de personas. Por detrás llega el viejo y se derrumba, extenuado.
–Hijos de puta –dice–. Me caí y me quemaron.
Cuatro marcas rojas le florecen en la espalda. Revivo el ardor en mi hombro y veo que también tengo una lastimadura. Mezclado entre la multitud, en una calma momentánea, miro los alrededores. Me cuesta mucho respirar, me duele la cabeza y el entorno da vueltas. Hay poco oxígeno en la atmósfera. Una planicie se extiende hacia delante, desierta. A lo lejos sobresalen montañas, con el disco de un enorme sol naranja que se recorta detrás. Levanto la vista y observo otro sol, blanco intenso, sobre nuestras cabezas.
«Mierda, que estamos lejos».
Los tresbrazos nos rodean y nos dividen en grupos sobre la explanada. Al viejo lo pierdo de vista. Desde la nave que nos trajo, arrastran al otro viejo que pisamos y a la mujer perdida, que tiene la cabeza doblada en un ángulo imposible, y los arrojan a un pozo. Llegan vehículos volando. De cada uno bajan tresbrazos de pelambre marrón y se paran delante de nosotros. Gesticulan, chillan y señalan a los distintos grupos. Un marrón le entrega fichas de colores a un negro y este aparta de la explanada a un grupo de mujeres. Les pasan láseres por los tatuajes, las suben a uno de los vehículos de los marrones que llegaron y se las llevan. Entre chillidos y disputas, se repiten las entregas de fichas y el despacho de grupos de hombres y mujeres a los vehículos que parecen camiones. Entonces lo entiendo.
–Nos están comprando.
–¿Qué cosa? –pregunta el de al lado.
–Esos hijos de puta nos están comprando. Pagan con esas fichas de colores. Son mercaderes. Y nosotros somos esclavos.
El turno de nuestro grupo. Unos veinte que jadeamos y nos trepamos al camión que flota a centímetros del suelo. Antes de subir, un laser resalta los signos de mi tatuaje.
«Debe ser como un código de barras. Así nos controlan. Traficantes de esclavos galácticos».
Volamos sobre la planicie amarilla, rumbo a las montañas y al sol rojo, que se oculta detrás. Nos bajan ante un descomunal hueco en la ladera y veo rieles que se pierden en la oscuridad, bajo una pared de piedra. Los tresbrazos negros nos arrían hasta carros sobre los rieles, nos aplastan dentro de un contenedor y los carros inician su recorrido hacia la cueva. La montaña nos devora en silencio. De frente, se acercan otros carros saliendo del hueco. Cargan un mineral plateado que refleja las pocas luces de la entrada. El último que nos cruza me retuerce el estómago y genera gritos y llantos ahogados. El carro revienta de cuerpos demolidos. Puedo ver las caras negras de suciedad, las manos ensangrentadas, los ojos secos. Nuestro tren prosigue su rumbo subterráneo, hacia lo oscuro, hacia el aire frío y negro.
«Como supongo será lo que me queda de vida».

© Sergio Cossa 2012