domingo, 19 de noviembre de 2023

Tradiciones

En el magnífico foro de ¡¡Ábrete libro!! organizaron el concurso de relatos de otoño (en el hemisferio norte, claro) La idea era seleccionar un cuadro de la pintora Leonora Carrington y desde allí imaginar un cuento. Elegí este cuadro y me salió lo de abajo. Ese texto fue el primero que escribí después de siete años de abandono de las letras.


Brujas juegan al cubilete (Leonora Carrington)

Brujas juegan al cubilete (Leonora Carrington)


Las risas me llegan lejanas, nebulosas. Risas enfrentadas. La disonante retumba en mi cerebro con cada nota; la otra, la sensual, mezcla y crea colores extraños entre los almohadones de mi sueño. Tanto repiqueteo logra que mi conciencia gane espacio y abro apenas mis ojos.

La oscuridad de mi habitación también es invadida. Un resplandor amarillento baña las paredes y los muebles. Por la ventana entreabierta veo el inmenso reloj de la iglesia al otro lado de la calle. Un minuto pasa de medianoche.

—La hora de las brujas —me dispongo a seguir durmiendo.

—Saqué un pulmón, gano yo por ahora —dice la voz de la risa disonante.

Es como un tañido que termina de perforar mi ensueño y hace que me incorpore en la cama. A mis pies, en la pared donde debería estar el placar, hay dos mujeres sentadas junto a una pequeña mesa circular.

—Dame el cubilete. En esta tirada no fallo —dice la voz de la risa sensual.

El cabello de la mujer es una nevada tupida sobre sus hombros. Viste de negro. El vestido de la otra asemeja un baño de sangre sobre su piel morena. A los pies de ambas, sendas mascotas de aspecto espantoso. Sobre la mesa veo órganos humanos. Rojos, brillantes, húmedos. Respiro un fuerte olor a incienso. Me ahogo desde lo profundo de mi estómago.

—Parece que tenemos visita —dice la de cabello blanco, mientras agita el cubilete.

La negra me mira, sonriente—: No solemos jugar con espectadores, pero podés quedarte.

—¿Puedo quedarme? ¡Es mi casa! ¿Qué está pasando? ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen acá?

—Jugamos a los dados, o dicho mejor, a los órganos. Somos brujas. Acá es un buen lugar como cualquier otro para seguir con la tradición —dice la negra.

De las dos se desprenden larguísimas pestañas que vuelan y forman pétalos irreales. Detrás, algo parecido a un túnel irradia la luz amarilla que dora la habitación.

—Es un sueño —me digo—. Un sueño bien lúcido.

—¿Un sueño? El que era dueño de los órganos no pensaría lo mismo... —Dice la voz sensual—. ¡Otro riñón! No estoy de liga esta noche, hermana.

Una de las mascotas olfatea hacia la mesa y gruñe.

La negra le acaricia la cabeza—: ¿Tenés hambre, Vanlia? Tranquila, ya comerán las dos.

—Si no es un sueño, ¿pueden explicarme qué es todo esto? ¿Qué es este juego? ¿Qué es esa tradición? ¡Quiénes carajo son ustedes!

—Hermana, creo que el muchacho merece una respuesta —dice la de pelo blanco.

—Y se la daremos, hermana.

La negra juega con el cubilete y cruza las piernas.

—Te dijimos que somos brujas. Te dijimos que este juego es una tradición. Hace varios siglos, junto a tantas mujeres inocentes, los curas inquisidores también quemaron a algunas brujas reales. Una de esas brujas era nuestra tátara tát... bueno, una abuela nuestra.

—Y nuestra abuela —prosigue la voz sensual— maldijo al tribunal que la condenó. Y les juró que por los próximos mil años todos sus descendientes (los de ellos) morirían aún jóvenes y sus entrañas serían usadas como diversión, para luego ser comidas por los perros.

—Por supuesto que no le creyeron y la quemaron —continúa la negra—. Pensaron que era otra pobre infeliz en la hoguera. Esa noche se inició la tradición. Desde entonces, varias generaciones de brujas rastreamos a esos descendientes y cumplimos la maldición —arroja el cubilete—. ¡Otro pulmón! ¡Ya te tengo, hermana!

La de cabello blanco me observa. Siento cómo su voz me rodea, me aprisiona—: Y esta noche llegamos a tu habitación para comentarte sobre un antepasado tuyo que se portó muy mal... Es hora de cobrar deudas, muchacho.

«¡Mierda!»

¿Se vuelven más brillantes, más viejas? ¿Es una alucinación de pánico? Me clavan sus ojos y sus pestañas y sus cabellos se erizan. Sus horribles mascotas me muestran los dientes chorreantes de baba y el aliento fétido me envuelve. Quiero gritar, pero una rigidez de piedra me atenaza la garganta. Todo comienza a girar y me siento cerca del desmayo.

—¡Ja ja ja ja ja ja! ¡Hermana, cómo le vas a decir eso al pobre muchacho! ¡Se va a mear encima! —dice la negra.

A la mujer de cabello blanco le caen lágrimas entre carcajadas y toma el cubilete.

—¡Lo siento, no pude resistirlo! Tranquilo, muchacho. Te dijimos que estamos jugando y este es un buen lugar como cualquier otro... ¡Corazón! ¡Saqué el corazón! ¡Te gané, hermana!

Las mujeres se levantan, esbeltas, deslumbrantes.

—El juego terminó y nuestras mascotas deben comer —dice la negra—. Mi hermana ganó y tendrá el privilegio de encargarse del próximo heredero... Fuiste un buen anfitrión, muchacho, nuestras disculpas si te asustamos.

El túnel amarillo que las rodea gira y se vuelve más oscuro. Toda la escena va absorbiéndose hacia el negro. Lo último que alcanzo a ver es un mechón de cabellos blancos.

Luego, me desvanezco.



La mañana penetra cálida. Los primeros rayos rozan mis párpados y comienzo a despertar. El sueño, la pesadilla, se detiene un poco en mi subconsciente. Me da tiempo para repasar imágenes y formas. Colores. Las risas discordes de las brujas. Luego, todo se difumina y me preparo para la rutina. Al final, no fue más que un mal sueño.

Me asomo a la ventana. El gran reloj de la iglesia se ha detenido un minuto pasada la medianoche.

© Sergio Cossa 2023

sábado, 14 de octubre de 2023

Retoños


“Al lunático de Frankenstein le fue mal con su experimento, yo no voy a fallar”, piensa el viejo en su taller de carpintería. Corta trozos de madera y con manos hábiles da forma a cabeza, piernas, brazos. Al atardecer, un reluciente muñeco articulado decora el centro de la mesa.

—Ahora llega mi secreto: esta noche, vivirás —dice al apagar la luz y retirarse.
Nada cambió cuando regresa por la mañana: el muñeco permanece inmóvil. Luego de varias noches infructuosas, lo arroja con furia hacia un baldío cercano.
—¡Jamás tendrá vida! Idiota de mí, ¡todavía creyendo en el Hada Azul!
Pasado un tiempo, en la punta de la nariz del muñeco abandonado brotan pequeñas hojas verdes.

© Sergio Cossa 2023

sábado, 30 de septiembre de 2023

Olor a campo



—Contame un cuento—, me dijo.

—¿Te sabés el del borracho y el caballo?

—Eso debe ser un chiste. Yo te pido que me cuentes un cuento. Uno de esos que empiezan con “Había una vez”, pero que no sea para chicos.

—No conozco ninguno de esos.

—Bueno, inventalo. Vos sos escritor. ¿Dónde está tu creatividad?

Las mantas oscuras de su cama absorben el blanco de la luz de la habitación. Flores rojas se marchitan en el florero sobre la mesita. Camino hasta la ventana que da a la calle. La lluvia nocturna recién comienza y resbala por el vidrio. Algunos peatones aceleran sus pasos con las manos en los bolsillos.

—Había una vez una niña con olor a campo —comienzo.

—Ese es un cuento para chicos.

—No es para chicos. No me cortes la inspiración.

«Había una vez una niña con olor a campo. Apenas si alcanzaba la altura de los terneros, pero ya madrugaba junto al padre en el tambo a la hora del ordeñe. Los inviernos se ponían duros y las alpargatas se le enterraban en el barro helado.

«Casi no había infancia en el campo. Con suerte podía robarle alguna hora a la siesta mientras sus padres dormían. Entonces, según la época, corría con sus hermanos a la laguna a disfrutar del agua junto a los patos o vagaba en los potreros pelados montando la yegua manchada.

«La escuela, alimentar a las gallinas, recolectar huevos, ayudar a la madre en la casa y ya llegaba la cena. Sin domingos ni cumpleaños.

«Pero no hay que confundirse, la niña era feliz. Vivía rodeada del aroma de flores: madreselvas, violetas, azucenas. Se distraía con picaflores y mariposas; con el sol de la tarde que bronceaba su piel color trigo. Las radionovelas en familia al atardecer, la frescura del agua del aljibe, el dulce de leche y los panes caseros recién horneados: el campo le regalaba infinitas cosas simples y bellas a cambio de su esfuerzo.

«El tiempo dio sus pasos y la niña dejó de serlo. Llegaron las fiestas y bailes en el pueblo donde la “tamberita” fue reina y también conoció el amor».


Camino por la habitación mientras hablo. Siento la atención en sus ojos cansados. Entonces, sigo contando de casamiento, de familia, de alegrías, enfermedades y tristezas. De mudanzas a ciudades lejanas. Del amor al marido y de nunca claudicar. Le cuento de cómo la mujer maduró y vinieron sus hijos.


—¿Cuántos hijos tuvo?

—Tres. “Gringos” y lindos como ella. La familia vivió en diferentes ciudades. En casas a veces construidas por sus manos. Siempre en la búsqueda de mejores realidades. Tuvieron buenas y malas rachas. Y la mujer vio partir a sus hijos.

—¿Todos se fueron?

—No. Es una forma de decir. Crecieron, formaron sus familias y le dieron nietos.

—Yo te pedí un cuento y vos me estás contando una historia cualquiera. Pero dale, seguí.

—Cuando aún no era tiempo, perdió a su marido. Al amor de su vida. Entonces abrazó más a su dios para sostener su alma.


«Y tuvo sus días para escribir. Para soltar palabras de añoranzas y de sueños. Para retratar la vida desde su mirada siempre inteligente, comprensiva y serena. También cumplió otro de sus sueños e integró un coro de abuelos. “Pero todos los meses perdemos un par de integrantes”, decía con una mezcla de gracia y melancolía.

«Vivió sola, aunque con frecuencia rodeada de familia. Vivió sola hasta que pudo; hasta que su mente avisó que necesitaba un descanso. Entonces buscó la seguridad de un hogar de ancianos.

«Así, pisando los noventa, pudo mirar atrás y hacer suyos los versos de Nervo: “Amé, fui amada, el sol acarició mi faz. ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!»


Miro a mi madre en su cama con sus ojos cerrados. No sé si se durmió o si está en uno de esos lugares a los que suele retirarse de a ratos. Tan viejita, tan frágil, casi transparente. Aguardando en paz el momento de reencontrarse con su amor eterno.

La lluvia es apenas una neblina opaca o acaso es mi vista nublada. Tomo mi abrigo y me dispongo salir.

—De todo eso que contaste —me dice sin abrir los ojos— lo único que sigue en mi alma es el olor a campo.


© Sergio Cossa 2023

viernes, 23 de septiembre de 2016

LA CURVA



La curva - Un cuento de Sergio Cossa

Las luces del auto dibujan el camino en una danza frenética. Chocan contra las laderas de los cerros y luego se pierden en la oscuridad de un barranco. El motor brama cuando Luis Méndez acelera y el chirrido de los neumáticos en las curvas estimula su adrenalina. Se siente poderoso, supremo. Sus manos, seguras en el volante, se mezclan con la penumbra interior. A lo lejos, la ciudad es una bruma rojiza en el cielo cubierto.
Advierte el frío. Su respiración forma vahos que nublan el parabrisas. Comprende que no está solo. Mira a su derecha: una figura espectral ocupa el asiento. El terror le revuelve el estómago. Cubierta con un vestido de novia andrajoso, lo observa desde los huecos de un rostro cadavérico. Volutas fluorescentes escapan del cuerpo y crean una nube tormentosa sobre la cabeza. Desaparecen los quejidos del motor y de los neumáticos. La figura alza el brazo que escapa de la manga derruida del vestido, extiende la mano y con el dedo descarnado señala hacia adelante. Segundos después, Luis Méndez está muerto.

 
Llueve. De pie, al costado de la ruta, observo la lucha de los socorristas para subir el cadáver en medio del barro. Más abajo, en el fondo del barranco, el auto destruido. No es morbo ni curiosidad lo que me trae a presenciar este escenario desolador, a escuchar el llanto angustiado de los familiares de Méndez. Tampoco es casualidad: en estos días trabajo con la leyenda de la Bety y la curva de la muerte. Temprano, la radio informó sobre el accidente y no dudé en venir. Todo sirve al escritor para alimentar su historia.


La leyenda es la siguiente:

Beatriz Ríos para todos siempre fue la Bety. Desde niña, cuando jugaba en el patio de la finca veraniega que poseían los Aguirre Bernal en el pueblo serrano. Había nacido en la casa de servicio que habitaban sus padres y abuelos. Jugaba sola, con sus muñecas y su perro, excepto cuando venían los dueños con su hijo Mario y este la integraba a sus travesuras. Las tardes sofocantes los encontraban retozando en el arroyo que atravesaba la finca y por las noches una fogata abría la sesión de cuentos de fantasmas. En esos días desbordaba de felicidad.
Con el tiempo, su niñez dio paso a una joven exuberante, de tez morena y semblante altivo que trabajaba de ayudante en la cocina principal. Los juegos con Mario fueron reemplazados por largos paseos bajo las estrellas serranas. Una noche, el arroyo del que disfrutaran tantos veranos fue testigo del primer beso.
El inmediato revuelo familiar acometió duro contra los enamorados. Los padres de la Bety reprobaron la deslealtad de su hija ante quienes les brindaron hogar y trabajo por generaciones. La madre, tías y abuela del joven tejieron un “¡NO!” terminante a cualquier posibilidad de noviazgo. Pero, corazones desafiantes, sobrepusieron su amor a las barreras y meses después decidieron casarse.
La noche de la boda, la novia viajaba desde el pueblo con chofer y limusina. En la Catedral la aguardaban Mario, los familiares y los notables de la ciudad. En una de las tantas curvas, la puerta donde descansaba se abrió y la Bety desapareció en la oscuridad.
La fatalidad se adormeció de a poco en la sociedad y al mismo tiempo nació la leyenda de una puerta acondicionada para fallar y de la novia errante. Eso pasó hace más de cuarenta años. Desde entonces, los accidentes se sucedieron en la curva de la muerte y algunos se animaron a confesar un encuentro escalofriante con el fantasma.


Estos son los retazos con los que cuento para armar mi historia. Hoy conseguí finalmente una cita con un médico cirujano que vive en el pueblo, quien asegura a sus conocidos que en una oportunidad se le apareció la Bety. Accede a la entrevista con el requisito de que no revele su identidad en mi relato. Es un hombre maduro y hace veinte años que viaja a la ciudad debido a su profesión.
-Fue hace cinco años, un verano. Iba en el auto para una reunión en la clínica y paré a sacar fotos del atardecer. La fotografía es mi pasatiempo favorito –dice sonriente y señala las paredes repletas de imágenes-. El sol se estaba escondiendo atrás de un cerro y las pocas nubes que había eran casi rojas. Me alejé varios metros para subir una loma y esquivar los árboles. La verdad es que saqué unas fotos espectaculares. Cuando me di vuelta para volver al auto vi a alguien sentado en el capó. El primer impulso fue un sentimiento de bronca y ya le pegaba un grito, pero me entró un frío que me congeló hasta la garganta. Creo que alcancé a dar unos pasos y me di cuenta de qué era. Mire, yo soy muy racional y nunca le hice caso a las historias de la Bety. Siempre dije que era solo un mito popular. Pero el terror que me entró fue absoluto. Tropecé dos o tres veces hasta llegar a la ruta y salí corriendo desesperado. Corrí volviendo al pueblo hasta que ya no pude respirar. Cuando entré a mi casa experimentaba una taquicardia y peor que eso, tenía los pantalones mojados: me había orinado de miedo.
-¿Puede describir qué fue lo que vio? –pregunto.
- No es claro. Sin duda que era una mujer con vestido de novia, pero en estado de descomposición. No tenía ojos…
El médico toma aliento, se reacomoda en la silla y pierde la vista en las fotografías de la pared. Luego sigue:- Lo último que alcanzo a recordar es que levantó un brazo y señaló hacia la ciudad.
- Usted estaba con la cámara en las manos. ¿Ni siquiera se le ocurrió sacarle una foto?
- ¿Me está jodiendo? Le acabo de decir que me meé encima. Como para sacar fotos estaba.
- ¿Y qué pasó después?
- Con la excusa de que se me había roto el auto, al día siguiente me hice llevar hasta el lugar. No encontré rastros de nada. Ni una marca que indicara que la Bety se había sentado en el capó. Por mucho tiempo no le conté a nadie. Después, se lo confesé a varios amigos… pero nunca me tomaron en serio. Consulté a un psicólogo. Incluso llegué a dudar de lo que había visto. Pero cada vez que lo recuerdo, que me pongo a pensar en eso, me sube un frío extraño. Míreme la piel, toda erizada. No. Fue bien verdadero lo que viví. Por suerte fue la única vez.
Se levanta y va hacia la cocina:- Amigo, ya tiene material para su historia. Lo invito a cenar, pero hablemos de cosas más agradables.


Durante el regreso, intento descifrar lo que me contó el cirujano. Una persona lógica, pensante, alguien a quien la muerte no le es ajena y que sin embargo no logró controlarse ante esa aparición. ¿Es su historia más creíble que la de un pueblerino supersticioso?
De pronto me penetra un frío que cala mis huesos y noto que llegué a la curva de la muerte. Miro al costado y la Bety ocupa el asiento del acompañante. Tiemblo de pánico y estoy a punto de perder el control del auto. El terror me asfixia, pero me repongo y sigo conduciendo. El espectro levanta un brazo y señala hacia la ciudad. La luna atraviesa el tul que le cubre la cara y puedo ver los huecos negros en el rostro descarnado. El vaho de mi respiración se funde con los vapores luminosos que le brotan desde el cuerpo y mi garganta se cierra hermética, cuando intento unas palabras.
¿Es una pesadilla, producto de la charla con el cirujano? ¿Es real lo que estoy viviendo?
Las luces de los edificios se repiten a medida que entramos a la ciudad. Es tarde y casi no hay tráfico. De a ratos, la Bety sostiene el brazo con su dedo esquelético señalando hacia adelante. Entonces comprendo. Con voz áspera apenas balbuceo:- “Querés ir a la Catedral”.
Solo por un instante vuelve su cabeza hacia mí. Conduzco rápido y me salteo algunos semáforos en rojo. Cientos de lámparas proyectan a la iglesia hacia el cielo negro. Estaciono frente a la entrada principal y miro a la Bety. Su boca sin labios se abre en una especie de sonrisa y creo distinguir un reflejo en la profundidad de lo que fueran sus ojos. Luego se evapora. Desaparece lento, volviéndose humo, hasta no quedar nada de ella.
Permanezco un buen rato en el auto. Siento que no puedo regresar a casa aún, así que bajo y comienzo a caminar. Paso horas andando sin rumbo, asimilando lo vivido. Convenciéndome de que fue terriblemente cierto. Que el fantasma de la Bety, con su deseo sobrenatural de terminar aquel viaje de su noche de bodas, había provocado tantas muertes.
¿Qué ocurriría ahora? ¿Volvería a aparecer?


Ya amanece cuando me descubro caminando hacia la curva de la muerte. Puedo ver una ambulancia, bomberos y un auto policial. Me acerco y observo un cuerpo sobre una camilla, cubierto con una manta blanca ensangrentada. Camino hasta el borde del barranco y veo mi auto en el fondo. Destruido. Busco con la mirada a quien me dé una explicación de lo ocurrido. Un soplo de viento vuela la manta de la camilla. Es mi cuerpo el que yace bañado en sangre, con la cabeza destrozada y me desgarro de un grito que nadie escucha. Los socorristas suben mi cadáver a la ambulancia mientras los bomberos inician el rescate del auto. Me muevo entre ellos, ignorado. Un fantasma más, en la curva de la muerte.


Pasaron tres años del accidente y se me hace larga la vida de fantasma. De vez en cuando le doy un susto a algún turista desprevenido, como para matar el aburrimiento y alimentar la nueva leyenda. A la Bety no la volví a ver nunca más.

© Sergio Cossa 2016

sábado, 2 de abril de 2016

ESCORIA





-"Una legua es una legua. La cruza de un tiro con un caballo o se pierde medio día yendo por el arroyo. La distancia es la misma" -me responde el viejo Evaristo, cuando le pregunto si no se le hace larga la vida en el campo.
Nos sentamos en el patio, calentándonos con el sol mañanero. Los perros y las gallinas vueltean por si ligan unas migas de pan casero. Del rancho sale la hermana. Pura fibra y arrugas, chueca y rengueando viene. Trae la pava para otra ronda de amargos y se vuelve sin hablar. Tan cerrada y ausente que ni el nombre le conozco.
Señalo a lo lejos, hacia el dique que hizo el gobierno y comento que hace rato que está terminado y a medio llenar.
-Se gastó una millonada y será un gran impulso para la región. Van a venir turistas y habrá riego para terminar con las secas del invierno. ¡Es el futuro para todos, Don Evaristo!
Le recuerdo que sus tierras son las únicas que faltan expropiar y que es por eso que no se cierran del todo las compuertas para inundar la zona.
-Don Evaristo, el Gobernador en persona me lo dijo: "Ofrézcale el doble que a los demás". Mire el interés y el aprecio que le tiene.
El viejo demora en hablar, como mezclando las palabras con el amargo. -No creo que me tenga mucho aprecio -dice- porque no se apareció jamás por acá. Y usted tampoco, Intendente.
Me levanto y respiro el aire frío que baja de los cerros. Se ve lindo el valle, a pesar del invierno que amarillea el paisaje.
-Don Evaristo, usted y su hermana ya están bastante grandes... ¿no sería mejor vivir en el pueblo? Ahí tiene todo cerca, el centro de salud, hay calefacción...
-El pueblo nunca me dio nada. Me las arreglé con lo que tengo, así que no me importa el progreso y el futuro de los de allá. Yo soy nacido y criado en este rancho y acá voy a estirar las patas.
Encogido por la vejez, igual me saca unos centímetros cuando se para. -Acompáñeme -dice y encara hacia una tranquera. Lo sigo entre plantas de hinojo y de romero. Unos loros nos vigilan desde la punta de un álamo: un poco de verde entre tanta hoja seca. Nos detenemos al borde del arroyo.
-¿Ve esa montañita de piedras y yuyos? -señala el viejo- Ahí está mi difunta esposa hace más de cuarenta años. No era de acá. Vino de Buenos Aires por una enfermedad y se quedó. Al lado de ella voy a estar yo cuando me toque... No me venga más con cuentos, Intendente. Dígale al Gobernador que de acá no me muevo por más plata que me quiera dar.
Lo saludo lento. Parece que las cuatro vacas que le matamos la otra noche no lo convencieron de que venda y se vaya. Subo al auto y llamo por teléfono:- Marito, esta noche con los muchachos le prenden fuego al rancho del Evaristo. Y si está durmiendo le pegan un grito al él y a la hermana. No me acuerdo como se llama la vieja.

Cómo iba a imaginar que los viejos porfiados se quedarían adentro.


-Intendente, lo busca un tal Doctor Méndez. Tiene pinta de porteño -anuncia mi secretaria.
-Hacelo pasar, Teresa.
El tipo es alto, como de cuarenta y pico, y trae un maletín en la mano. Lo invito a sentarse y no acepta el café que le ofrezco.
-Me llamo Jesús Méndez. Hace un par de días que estoy en el pueblo. Vengo de Buenos Aires. Soy hijo de Evaristo Lucero.
"Este no vendrá a crear problemas", pienso.
-No sabíamos que Don Evaristo tenía un hijo...
-Sí. -dice Méndez- Nací en el rancho, ahí en el valle. Cuando tenía siete años murió mi madre. Vinieron mis abuelos y me llevaron a la Capital.
-¿Y qué lo trajo ahora?
-Allá crecí en otro mundo. Nunca se habló de mis padres. Con el tiempo perdí los recuerdos y el olor del campo. Hace poco, revolviendo fotos viejas encontré una del rancho y me puse a buscar información por internet. Descubrí que había un dique nuevo... Y me vine a recuperar mi infancia. Acá me contaron del incendio del mes pasado.
-Lamento lo de su padre y su tía. ¡Yo los visitaba seguido! Él le había vendido las tierras al gobierno, por lo del dique. Me dijo que tenía en vista comprar una casa en el pueblo. Una desgracia... Pensamos que se les dio vuelta el brasero mientras dormían. ¿Y en qué lo puedo ayudar?
Méndez se inclina un poco hacia adelante.
-Me hubiera gustado ver el lugar donde nací… pero ahora está todo bajo agua. Usted ya ayudó mucho, Intendente. Hablé con personas del pueblo y me comentaron que el Municipio se hizo cargo del entierro y de todos los trámites. Vine a agradecerle por su gesto, ya me vuelvo para la Capital.
-Doctor Méndez, ¡es lo menos que podía hacer como Intendente y vecino de esta localidad! Su padre era hombre de bien. Lamento no haber sabido que tenía un hijo. Nos habríamos comunicado de forma urgente. Disculpe, pero siempre me olvido... ¿cuál era el nombre de su tía?
-Alcira.
Acompaño a Méndez hasta la puerta y me vuelvo al despacho. -¡Teresa, alcanzame el mate!
"Alcira se llamaba la vieja".

© Sergio Cossa 2016


martes, 13 de enero de 2015

Vidas


"Siete", alardea el gato, mientras camina por la cornisa.
"Infinitas", fantasea el anciano, al cerrar el libro.

© Sergio Cossa 2015

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Fachada




El estilo colonial del edificio dice de fundación y pioneros. Las rejas, columnas y arcos ampulosos cuentan historias de líderes y poder. La pintura descascarada, la humedad que roe las paredes y los rincones que acopian basura, hablan de un interior con mentes pequeñas y corazones mezquinos.


© Sergio Cossa 2013

miércoles, 7 de agosto de 2013

Revelación




Desde lo alto de su trono dorado el déspota observa displicente a su corte. A la derecha de la alfombra lo cruzan las miradas torvas de águilas y buitres; a la izquierda, solo cuervos, cacatúas y ratas. Baja la vista hacia sus pies. La mirada de su pequeño nieto le sonríe, mientras sus deditos desanudan los cordones de los zapatos reales.
Comprende que es tiempo de abdicar.


© Sergio Cossa 2013

jueves, 22 de noviembre de 2012

Pertenencia


Pertenencia (cuento) - Sergio Cossa


El escritor se sienta frente a la pantalla en blanco y teclea: “VOCES DEL TERRUÑO”. Título provisorio, como para ponerle un nombre al cuento. Después se queda largo rato con la vista colgando del cursor titilante.

Al día siguiente vuelve a intentarlo, termo y mate a mano. No hay caso, no arranca. No encuentra las voces de su infancia. No llegan olores, imágenes tampoco. Rebusca en cada caja de memoria. Desvela telones pesados y cenicientos. Amaga unas palabras aisladas y sin conexión. No brota el vómito, ese torrente que suele surgir y que lo recluye del mundo mientras escribe. “Terruño” no le dice nada. Con el mate torcido en la mano, casi chorreándose, se absorbe en una reflexión: “¿De dónde carajo soy?”. Es que no encuentra la pertenencia, el sentimiento de propiedad, de posesión que suele acompañar cuando se dice: “esta es mi tierra”.
Nunca pudo atarse a un lugar, por decisiones ajenas y propias y así vio pasar paisajes, culturas y personas. Amigos que no llegaron a serlo. Banderas nacionales y políticas disueltas y vueltas jirones.
“¿Y esto es malo?”, vuelve a preguntarse. “¿Habrá que ser de algún lado, nomás?”. Entonces escribe:


La joven trigueña se recostaba con los brazos apoyados en el marco de la ventana del octavo piso. A su lado, compartiendo la visión de la metrópolis adormecida, el joven mezclaba palabras y pensamientos en un portugués precario. No se animaba a confesarle que gustaba de ella, que gozaba de su presencia, de su cercanía. Le resultaba difícil entender a las brasileras. Sus caricias y sus abrazos eran engañosos. Ya le había pasado: “Você está confuso. Eu só quero ser sua amiga.”, lo frenaron una vez.
La lluvia, costumbre del verano, dejó de caer. Con el cielo limpio, algunas estrellas escapaban a la polución, enredándose con las luces de los rascacielos. El aire fresco penetraba en el cuarto y lo inspiraban profundo y en silencio, como para no espantarlo, porque duraba poco, antes de que el humo nuevamente quemara los ojos y los pulmones.
–Eu amo São Paulo –dijo ella–. Eu amo essa cidade louca, cheia de paranóico. Eu não poderia viver em outro lugar.


“Es cierto que yo también amaba esa mierda”, rememora el escritor. Había evolucionado en un paulista más. Disfrutaba de permanecer con la adrenalina a flor de piel cada hora del día. Ese ritmo de locos de las grandes ciudades, el tráfico, la violencia, la mendicidad organizada, los sin techo, la exclusión creaban un cóctel que paradójicamente lo atrapaba, lo invitaba a vivir, a volverse fuerte, resilente. Y en los momentos en que parecía explotar, descentrarse, el claustro de las bibliotecas lo bendecía y abrigaba. Lo cercaba con paredes de papel añejo y sabio. Con palabras ilustradas o ignotas que solían transportarlo a su niñez y a los consejos de su padre.
El escritor despeja la bruma de los recuerdos, salta unos espacios en la página y vuelve a teclear:


Pesada estaba la humedad en el estero. El Paraná había desbordado y los bajos de la zona se habían vuelto laguna. La inundación, como cada año, había exiliado a los lugareños hacia los vagones del ferrocarril, donde recibían asistencia y por ahora la zona pertenecía a mosquitos, sapos, garzas y cigüeñas.
–¿Y por qué no se van a vivir a otra parte? –preguntó el niño.
–Porque les viene bien que se les inunde el rancho. Allá les dan de comer y ropa nueva. Viven mejor nosotros –respondió el padre, mientras preparaba la línea de hilo plástico. Aseguró la boya, el anzuelo, enhebró una lombriz y la revoleó al centro del bañado. Después se sentó y mientras tarareaba un chamamé, sacó tabaco de una bolsa y empezó a armar un cigarrillo.
El niño descolgó la honda que llevaba al cuello, la cargó con una piedra redondeada y salió en busca de pajaritos.
–Cuidado que con toda este agua está lleno de bichos –le advirtió el padre.
Paladeaba las salidas de pesca con su padre. La llegada junto con el sol, que desteñía las sombras y se espejaba en los esteros y el verde que cubría el horizonte. El bicherío que despertaba y aturdía con cantos y silbidos. Sus sueños volaban hasta ahí nomás. Apenas si despegaban del pueblo y del río. Y era suficiente.
Probó unos tiros contra las flores violetas de los camalotes que flotaban a la deriva. Firme en la mano la horqueta de madera. Un canto conocido lo acercó a un ceibo alto, que sangraba de rojo a la orilla del estero. Medio escondido entre las hojas, el sietecolores silbaba fuerte, tal vez llamando a su hembra. ¡Semejante presa para mostrarles a los amigos del barrio! Se arrimó despacio, la honda tensada a medias, los ojos fijos allá arriba, la respiración contenida. Desde lejos escuchó a su padre que cambiaba al canturreo de una chamarrita. El resto era silencio. El sietecolores se había callado. Lo veía en lo alto del ceibo. Un paso a la derecha y lo tendría a tiro. Justo entre los yuyos donde dormitaba la yarará.


Deja de escribir y camina hasta el armario. Aunque haya pasado una vida, cada vez que abre la caja que guarda la pequeña zapatilla con dos agujeros en la suela de goma, su cuerpo y sus sentidos se conmueven. Una inyección de colores, sonidos, olores elevan su conciencia y su memoria. Comprende que su pertenencia no es a un lugar, sino que es a la vida, a quienes lo rodearon, lo quisieron, lo amaron.
Regresa al teclado y con ritmo frenético, sin pausas ni relectura, suelta sus recuerdos. Escribe sobre el chile mejicano y su boca adormecida por el ardor; sobre la pobreza endémica de Centroamérica; sobre sus amigos de la infancia; sobre su paso por Nicaragua después de la caída del águila; sobre su madre cantando entre la ropa tendida; sobre la solidaridad en la selva panameña; sobre la mujer que lo sueña y espera. Son como apuntes. Textos sueltos sin trama ni ilación, pero que en su todo puede ver la pertenencia. Son su propiedad, su vida. En cada uno de esos lugares fue él. Como lo es ahora y seguiría siéndolo a donde fuera. Porque se siente universal.

El mate, frío y abandonado, aguarda con paciencia una nueva ronda.


© Sergio Cossa 2012

lunes, 12 de noviembre de 2012

Código de barras

Este cuento creció desde el microrrelato homónimo, para el concurso de otoño de ¡¡Ábrete Libro!!, cuya temática fue la ciencia ficción. Un pobre intento de incursionar en el género.

CÓDIGO DE BARRAS


Lo primero que veo son su reloj y los números grabados en su antebrazo. No. No son números... ¡También los tengo! Signos extraños que resaltan en la penumbra con un resplandor amarillento. Y lo que parece un reloj es un grillete que nos sujeta a la pared metálica. Sacudo la cabeza, como si eso ayudase a despejar mi mente. Escucho llantos y voces que colman el recinto: plegarias, susurros, maldiciones. Hay decenas de mujeres y hombres desnudos como yo, encadenados en hileras deformes y ocupando el piso frío, sobre nuestros propios desechos. El olor me penetra hasta provocarme náuseas.
–¡Despertó! –escucho a mi lado–. Pensé que la bomba le había quemado el cerebro. Llevaba varios días inconsciente.
Es un viejo canoso y flaco, sentado y abrazado a sus rodillas. Me incorporo para alejar mi nariz de los excrementos del piso y los músculos rígidos me atormentan. Apenas si apoyo la espalda al metal helado de la pared. Algunos puntos en el techo filtran luz blanca y permiten que la oscuridad no sea total.
–Dónde carajo estamos.
–En una nave de los tresbrazos, dónde más. Después del bombardeo al refugio nos cargaron como a ganado. Usted subió a los tumbos y se desmayó. ¿No se acuerda?
Me acuerdo de estar escondido, hacinado en un refugio subterráneo. Implorando para que no nos alcanzaran los ataques de los tresbrazos. Lejos de mi familia, incomunicado, al otro lado de la ciudad. Como todos, casi sin comprender qué le pasó al mundo. De dónde salieron los invasores y por qué los paladines de la libertad no nos defendieron como en las películas. En pocos días nos devastaron: el Apocalipsis llegó sin aviso. Solo de eso me acuerdo.
–Tuvo suerte de desmayarse. No se imagina lo que dolió el tatuaje. Así fue el primer día: gritos de dolor y olor a piel quemada. Usted igual tembló cuando se lo hicieron. Está agitado. Respire despacio que el oxígeno no sobra.
Se me parte la cabeza. Paso los dedos por los signos del antebrazo. Siento su relieve fluorescente y áspero. Parece una especie de código en chino. Pegada a mi costado izquierdo, una mujer pierde su mirada en el infinito. Una rubia madura y rellena, con un rastro de sangre seca que le baja por el costado de la cara y se diluye sobre el pecho.
–Esa es como si no existiera –dice el viejo–. Cuando le traigan la comida la agarra usted y compartimos.
A escasos metros, un portón se abre con un siseo y la figura negra de un tresbrazos obstruye la luz exterior. Es la primera vez que veo uno y se me afloja la vejiga. El miedo que me acosó en el refugio no es comparable a lo que siento. Abrazo mis piernas igual que el viejo y noto la piel erizada en todo el cuerpo, mientras mi corazón se salta varios latidos. Debe tener casi tres metros de alto y la cabeza como la de un jabalí. El cuerpo lleno de pelo negro y duro. En sus dos brazos laterales sostiene unos palos largos, con destellos eléctricos en las puntas. Desde el centro del pecho le nace un tercer brazo, más corto y menos musculoso que los otros. Ingresa y deja paso a dos hombres desnudos, que empujan carros cargados con recipientes.
–La comida –dice el viejo–. Agarre rápido porque sino la bestia lo quema con esos palos eléctricos.
Manoteo el jarro que me corresponde y también el que le tocaría a la mujer perdida. Contienen una pasta espesa, gris, fría y con olor a especias. Saco un poco con los dedos y pruebo un bocado asqueroso.
–Coma rápido, hombre, que es la única del día. Y me deja un poco del otro jarro. Ahí traen agua también. No vaya a desperdiciar ni un trago.
Los que empujan los carros se vuelven hacia la salida y veo sus espaldas cruzadas con numerosas ampollas rojizas. Recién ahora noto que el silencio es total y aterrador. Cuando se cierra el portón y quedamos en penumbras, regresan de a poco los murmullos.
–¿Tiene idea de a dónde nos llevan? –pregunto al viejo.
–¿Y a quién le vamos a preguntar? ¿Al tresbrazos? Algunos comentan que alcanzaron a ver muchas naves espaciales. Cargaron a la gente que sobrevivió al ataque y despegaron. Dicen que son grandes y largas como gusanos. Y que solo a los adultos nos llevaron.
Hay una sacudida, luego una caída libre nos despega del piso y nos deja flotando junto a los desechos. El grillete se calienta y la pared, antes fría, ahora abrasa con solo rozarla. Al final, como un ascensor deteniéndose, volvemos al piso y siento como si me aplastara una prensa invisible. Un golpe seco y nada más se mueve.
«Capaz que aterrizamos».
El portón se abre y una ráfaga del aire exterior aplaca nuestra hediondez. También penetra una luz blanca que enceguece. Se sueltan los grilletes que nos sujetaban a las paredes y aparecen dos tresbrazos con sus palos eléctricos. Emiten un sonido agudo, un chillido que es lo único que se me ocurre puede salir de esas cabezas de cerdo. Uno se queda en la puerta y el otro quema a los más cercanos, empujándolos hacia afuera. Los gritos de dolor se suceden mientras los primeros intentan salir a los tropezones. Otra vez el miedo, el terror que intenta paralizarme. Me obligo a pararme antes de que llegue el monstruo. Los músculos entumecidos claman dentro de mi cuerpo. Le doy un tirón en el brazo al viejo y se pone de pie entre quejidos. Miro a la mujer: sigue aislada de todo, extraviada. Atropello a los que tengo adelante, metiéndome entre medio para esquivar los palos. Otro viejo cae cerca de la abertura y todos lo pisamos. Al cruzar el umbral, el tresbrazos de la puerta me pasa por el tatuaje un laser que sostiene en el brazo del pecho. El tatuaje brilla por un segundo y luego me empuja hacia afuera. Trastabillo y ruedo por una rampa, al levantarme, una descarga nace en mi hombro y me recorre el cuerpo, produciéndome calambres y un ardor insoportable. No puedo ahogar el grito y solo atino a saltar hacia delante. Quiero insultar, llorar, golpear, pero mi mente no responde. Me falta oxígeno. Acabo en una explanada de acero, rodeado de cientos de personas. Por detrás llega el viejo y se derrumba, extenuado.
–Hijos de puta –dice–. Me caí y me quemaron.
Cuatro marcas rojas le florecen en la espalda. Revivo el ardor en mi hombro y veo que también tengo una lastimadura. Mezclado entre la multitud, en una calma momentánea, miro los alrededores. Me cuesta mucho respirar, me duele la cabeza y el entorno da vueltas. Hay poco oxígeno en la atmósfera. Una planicie se extiende hacia delante, desierta. A lo lejos sobresalen montañas, con el disco de un enorme sol naranja que se recorta detrás. Levanto la vista y observo otro sol, blanco intenso, sobre nuestras cabezas.
«Mierda, que estamos lejos».
Los tresbrazos nos rodean y nos dividen en grupos sobre la explanada. Al viejo lo pierdo de vista. Desde la nave que nos trajo, arrastran al otro viejo que pisamos y a la mujer perdida, que tiene la cabeza doblada en un ángulo imposible, y los arrojan a un pozo. Llegan vehículos volando. De cada uno bajan tresbrazos de pelambre marrón y se paran delante de nosotros. Gesticulan, chillan y señalan a los distintos grupos. Un marrón le entrega fichas de colores a un negro y este aparta de la explanada a un grupo de mujeres. Les pasan láseres por los tatuajes, las suben a uno de los vehículos de los marrones que llegaron y se las llevan. Entre chillidos y disputas, se repiten las entregas de fichas y el despacho de grupos de hombres y mujeres a los vehículos que parecen camiones. Entonces lo entiendo.
–Nos están comprando.
–¿Qué cosa? –pregunta el de al lado.
–Esos hijos de puta nos están comprando. Pagan con esas fichas de colores. Son mercaderes. Y nosotros somos esclavos.
El turno de nuestro grupo. Unos veinte que jadeamos y nos trepamos al camión que flota a centímetros del suelo. Antes de subir, un laser resalta los signos de mi tatuaje.
«Debe ser como un código de barras. Así nos controlan. Traficantes de esclavos galácticos».
Volamos sobre la planicie amarilla, rumbo a las montañas y al sol rojo, que se oculta detrás. Nos bajan ante un descomunal hueco en la ladera y veo rieles que se pierden en la oscuridad, bajo una pared de piedra. Los tresbrazos negros nos arrían hasta carros sobre los rieles, nos aplastan dentro de un contenedor y los carros inician su recorrido hacia la cueva. La montaña nos devora en silencio. De frente, se acercan otros carros saliendo del hueco. Cargan un mineral plateado que refleja las pocas luces de la entrada. El último que nos cruza me retuerce el estómago y genera gritos y llantos ahogados. El carro revienta de cuerpos demolidos. Puedo ver las caras negras de suciedad, las manos ensangrentadas, los ojos secos. Nuestro tren prosigue su rumbo subterráneo, hacia lo oscuro, hacia el aire frío y negro.
«Como supongo será lo que me queda de vida».

© Sergio Cossa 2012