domingo, 19 de noviembre de 2023

Tradiciones

En el magnífico foro de ¡¡Ábrete libro!! organizaron el concurso de relatos de otoño (en el hemisferio norte, claro) La idea era seleccionar un cuadro de la pintora Leonora Carrington y desde allí imaginar un cuento. Elegí este cuadro y me salió lo de abajo. Ese texto fue el primero que escribí después de siete años de abandono de las letras.


Brujas juegan al cubilete (Leonora Carrington)

Brujas juegan al cubilete (Leonora Carrington)


Las risas me llegan lejanas, nebulosas. Risas enfrentadas. La disonante retumba en mi cerebro con cada nota; la otra, la sensual, mezcla y crea colores extraños entre los almohadones de mi sueño. Tanto repiqueteo logra que mi conciencia gane espacio y abro apenas mis ojos.

La oscuridad de mi habitación también es invadida. Un resplandor amarillento baña las paredes y los muebles. Por la ventana entreabierta veo el inmenso reloj de la iglesia al otro lado de la calle. Un minuto pasa de medianoche.

—La hora de las brujas —me dispongo a seguir durmiendo.

—Saqué un pulmón, gano yo por ahora —dice la voz de la risa disonante.

Es como un tañido que termina de perforar mi ensueño y hace que me incorpore en la cama. A mis pies, en la pared donde debería estar el placar, hay dos mujeres sentadas junto a una pequeña mesa circular.

—Dame el cubilete. En esta tirada no fallo —dice la voz de la risa sensual.

El cabello de la mujer es una nevada tupida sobre sus hombros. Viste de negro. El vestido de la otra asemeja un baño de sangre sobre su piel morena. A los pies de ambas, sendas mascotas de aspecto espantoso. Sobre la mesa veo órganos humanos. Rojos, brillantes, húmedos. Respiro un fuerte olor a incienso. Me ahogo desde lo profundo de mi estómago.

—Parece que tenemos visita —dice la de cabello blanco, mientras agita el cubilete.

La negra me mira, sonriente—: No solemos jugar con espectadores, pero podés quedarte.

—¿Puedo quedarme? ¡Es mi casa! ¿Qué está pasando? ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen acá?

—Jugamos a los dados, o dicho mejor, a los órganos. Somos brujas. Acá es un buen lugar como cualquier otro para seguir con la tradición —dice la negra.

De las dos se desprenden larguísimas pestañas que vuelan y forman pétalos irreales. Detrás, algo parecido a un túnel irradia la luz amarilla que dora la habitación.

—Es un sueño —me digo—. Un sueño bien lúcido.

—¿Un sueño? El que era dueño de los órganos no pensaría lo mismo... —Dice la voz sensual—. ¡Otro riñón! No estoy de liga esta noche, hermana.

Una de las mascotas olfatea hacia la mesa y gruñe.

La negra le acaricia la cabeza—: ¿Tenés hambre, Vanlia? Tranquila, ya comerán las dos.

—Si no es un sueño, ¿pueden explicarme qué es todo esto? ¿Qué es este juego? ¿Qué es esa tradición? ¡Quiénes carajo son ustedes!

—Hermana, creo que el muchacho merece una respuesta —dice la de pelo blanco.

—Y se la daremos, hermana.

La negra juega con el cubilete y cruza las piernas.

—Te dijimos que somos brujas. Te dijimos que este juego es una tradición. Hace varios siglos, junto a tantas mujeres inocentes, los curas inquisidores también quemaron a algunas brujas reales. Una de esas brujas era nuestra tátara tát... bueno, una abuela nuestra.

—Y nuestra abuela —prosigue la voz sensual— maldijo al tribunal que la condenó. Y les juró que por los próximos mil años todos sus descendientes (los de ellos) morirían aún jóvenes y sus entrañas serían usadas como diversión, para luego ser comidas por los perros.

—Por supuesto que no le creyeron y la quemaron —continúa la negra—. Pensaron que era otra pobre infeliz en la hoguera. Esa noche se inició la tradición. Desde entonces, varias generaciones de brujas rastreamos a esos descendientes y cumplimos la maldición —arroja el cubilete—. ¡Otro pulmón! ¡Ya te tengo, hermana!

La de cabello blanco me observa. Siento cómo su voz me rodea, me aprisiona—: Y esta noche llegamos a tu habitación para comentarte sobre un antepasado tuyo que se portó muy mal... Es hora de cobrar deudas, muchacho.

«¡Mierda!»

¿Se vuelven más brillantes, más viejas? ¿Es una alucinación de pánico? Me clavan sus ojos y sus pestañas y sus cabellos se erizan. Sus horribles mascotas me muestran los dientes chorreantes de baba y el aliento fétido me envuelve. Quiero gritar, pero una rigidez de piedra me atenaza la garganta. Todo comienza a girar y me siento cerca del desmayo.

—¡Ja ja ja ja ja ja! ¡Hermana, cómo le vas a decir eso al pobre muchacho! ¡Se va a mear encima! —dice la negra.

A la mujer de cabello blanco le caen lágrimas entre carcajadas y toma el cubilete.

—¡Lo siento, no pude resistirlo! Tranquilo, muchacho. Te dijimos que estamos jugando y este es un buen lugar como cualquier otro... ¡Corazón! ¡Saqué el corazón! ¡Te gané, hermana!

Las mujeres se levantan, esbeltas, deslumbrantes.

—El juego terminó y nuestras mascotas deben comer —dice la negra—. Mi hermana ganó y tendrá el privilegio de encargarse del próximo heredero... Fuiste un buen anfitrión, muchacho, nuestras disculpas si te asustamos.

El túnel amarillo que las rodea gira y se vuelve más oscuro. Toda la escena va absorbiéndose hacia el negro. Lo último que alcanzo a ver es un mechón de cabellos blancos.

Luego, me desvanezco.



La mañana penetra cálida. Los primeros rayos rozan mis párpados y comienzo a despertar. El sueño, la pesadilla, se detiene un poco en mi subconsciente. Me da tiempo para repasar imágenes y formas. Colores. Las risas discordes de las brujas. Luego, todo se difumina y me preparo para la rutina. Al final, no fue más que un mal sueño.

Me asomo a la ventana. El gran reloj de la iglesia se ha detenido un minuto pasada la medianoche.

© Sergio Cossa 2023

sábado, 14 de octubre de 2023

Retoños


“Al lunático de Frankenstein le fue mal con su experimento, yo no voy a fallar”, piensa el viejo en su taller de carpintería. Corta trozos de madera y con manos hábiles da forma a cabeza, piernas, brazos. Al atardecer, un reluciente muñeco articulado decora el centro de la mesa.

—Ahora llega mi secreto: esta noche, vivirás —dice al apagar la luz y retirarse.
Nada cambió cuando regresa por la mañana: el muñeco permanece inmóvil. Luego de varias noches infructuosas, lo arroja con furia hacia un baldío cercano.
—¡Jamás tendrá vida! Idiota de mí, ¡todavía creyendo en el Hada Azul!
Pasado un tiempo, en la punta de la nariz del muñeco abandonado brotan pequeñas hojas verdes.

© Sergio Cossa 2023

sábado, 30 de septiembre de 2023

Olor a campo



—Contame un cuento—, me dijo.

—¿Te sabés el del borracho y el caballo?

—Eso debe ser un chiste. Yo te pido que me cuentes un cuento. Uno de esos que empiezan con “Había una vez”, pero que no sea para chicos.

—No conozco ninguno de esos.

—Bueno, inventalo. Vos sos escritor. ¿Dónde está tu creatividad?

Las mantas oscuras de su cama absorben el blanco de la luz de la habitación. Flores rojas se marchitan en el florero sobre la mesita. Camino hasta la ventana que da a la calle. La lluvia nocturna recién comienza y resbala por el vidrio. Algunos peatones aceleran sus pasos con las manos en los bolsillos.

—Había una vez una niña con olor a campo —comienzo.

—Ese es un cuento para chicos.

—No es para chicos. No me cortes la inspiración.

«Había una vez una niña con olor a campo. Apenas si alcanzaba la altura de los terneros, pero ya madrugaba junto al padre en el tambo a la hora del ordeñe. Los inviernos se ponían duros y las alpargatas se le enterraban en el barro helado.

«Casi no había infancia en el campo. Con suerte podía robarle alguna hora a la siesta mientras sus padres dormían. Entonces, según la época, corría con sus hermanos a la laguna a disfrutar del agua junto a los patos o vagaba en los potreros pelados montando la yegua manchada.

«La escuela, alimentar a las gallinas, recolectar huevos, ayudar a la madre en la casa y ya llegaba la cena. Sin domingos ni cumpleaños.

«Pero no hay que confundirse, la niña era feliz. Vivía rodeada del aroma de flores: madreselvas, violetas, azucenas. Se distraía con picaflores y mariposas; con el sol de la tarde que bronceaba su piel color trigo. Las radionovelas en familia al atardecer, la frescura del agua del aljibe, el dulce de leche y los panes caseros recién horneados: el campo le regalaba infinitas cosas simples y bellas a cambio de su esfuerzo.

«El tiempo dio sus pasos y la niña dejó de serlo. Llegaron las fiestas y bailes en el pueblo donde la “tamberita” fue reina y también conoció el amor».


Camino por la habitación mientras hablo. Siento la atención en sus ojos cansados. Entonces, sigo contando de casamiento, de familia, de alegrías, enfermedades y tristezas. De mudanzas a ciudades lejanas. Del amor al marido y de nunca claudicar. Le cuento de cómo la mujer maduró y vinieron sus hijos.


—¿Cuántos hijos tuvo?

—Tres. “Gringos” y lindos como ella. La familia vivió en diferentes ciudades. En casas a veces construidas por sus manos. Siempre en la búsqueda de mejores realidades. Tuvieron buenas y malas rachas. Y la mujer vio partir a sus hijos.

—¿Todos se fueron?

—No. Es una forma de decir. Crecieron, formaron sus familias y le dieron nietos.

—Yo te pedí un cuento y vos me estás contando una historia cualquiera. Pero dale, seguí.

—Cuando aún no era tiempo, perdió a su marido. Al amor de su vida. Entonces abrazó más a su dios para sostener su alma.


«Y tuvo sus días para escribir. Para soltar palabras de añoranzas y de sueños. Para retratar la vida desde su mirada siempre inteligente, comprensiva y serena. También cumplió otro de sus sueños e integró un coro de abuelos. “Pero todos los meses perdemos un par de integrantes”, decía con una mezcla de gracia y melancolía.

«Vivió sola, aunque con frecuencia rodeada de familia. Vivió sola hasta que pudo; hasta que su mente avisó que necesitaba un descanso. Entonces buscó la seguridad de un hogar de ancianos.

«Así, pisando los noventa, pudo mirar atrás y hacer suyos los versos de Nervo: “Amé, fui amada, el sol acarició mi faz. ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!»


Miro a mi madre en su cama con sus ojos cerrados. No sé si se durmió o si está en uno de esos lugares a los que suele retirarse de a ratos. Tan viejita, tan frágil, casi transparente. Aguardando en paz el momento de reencontrarse con su amor eterno.

La lluvia es apenas una neblina opaca o acaso es mi vista nublada. Tomo mi abrigo y me dispongo salir.

—De todo eso que contaste —me dice sin abrir los ojos— lo único que sigue en mi alma es el olor a campo.


© Sergio Cossa 2023