sábado, 30 de septiembre de 2023

Olor a campo



—Contame un cuento—, me dijo.

—¿Te sabés el del borracho y el caballo?

—Eso debe ser un chiste. Yo te pido que me cuentes un cuento. Uno de esos que empiezan con “Había una vez”, pero que no sea para chicos.

—No conozco ninguno de esos.

—Bueno, inventalo. Vos sos escritor. ¿Dónde está tu creatividad?

Las mantas oscuras de su cama absorben el blanco de la luz de la habitación. Flores rojas se marchitan en el florero sobre la mesita. Camino hasta la ventana que da a la calle. La lluvia nocturna recién comienza y resbala por el vidrio. Algunos peatones aceleran sus pasos con las manos en los bolsillos.

—Había una vez una niña con olor a campo —comienzo.

—Ese es un cuento para chicos.

—No es para chicos. No me cortes la inspiración.

«Había una vez una niña con olor a campo. Apenas si alcanzaba la altura de los terneros, pero ya madrugaba junto al padre en el tambo a la hora del ordeñe. Los inviernos se ponían duros y las alpargatas se le enterraban en el barro helado.

«Casi no había infancia en el campo. Con suerte podía robarle alguna hora a la siesta mientras sus padres dormían. Entonces, según la época, corría con sus hermanos a la laguna a disfrutar del agua junto a los patos o vagaba en los potreros pelados montando la yegua manchada.

«La escuela, alimentar a las gallinas, recolectar huevos, ayudar a la madre en la casa y ya llegaba la cena. Sin domingos ni cumpleaños.

«Pero no hay que confundirse, la niña era feliz. Vivía rodeada del aroma de flores: madreselvas, violetas, azucenas. Se distraía con picaflores y mariposas; con el sol de la tarde que bronceaba su piel color trigo. Las radionovelas en familia al atardecer, la frescura del agua del aljibe, el dulce de leche y los panes caseros recién horneados: el campo le regalaba infinitas cosas simples y bellas a cambio de su esfuerzo.

«El tiempo dio sus pasos y la niña dejó de serlo. Llegaron las fiestas y bailes en el pueblo donde la “tamberita” fue reina y también conoció el amor».


Camino por la habitación mientras hablo. Siento la atención en sus ojos cansados. Entonces, sigo contando de casamiento, de familia, de alegrías, enfermedades y tristezas. De mudanzas a ciudades lejanas. Del amor al marido y de nunca claudicar. Le cuento de cómo la mujer maduró y vinieron sus hijos.


—¿Cuántos hijos tuvo?

—Tres. “Gringos” y lindos como ella. La familia vivió en diferentes ciudades. En casas a veces construidas por sus manos. Siempre en la búsqueda de mejores realidades. Tuvieron buenas y malas rachas. Y la mujer vio partir a sus hijos.

—¿Todos se fueron?

—No. Es una forma de decir. Crecieron, formaron sus familias y le dieron nietos.

—Yo te pedí un cuento y vos me estás contando una historia cualquiera. Pero dale, seguí.

—Cuando aún no era tiempo, perdió a su marido. Al amor de su vida. Entonces abrazó más a su dios para sostener su alma.


«Y tuvo sus días para escribir. Para soltar palabras de añoranzas y de sueños. Para retratar la vida desde su mirada siempre inteligente, comprensiva y serena. También cumplió otro de sus sueños e integró un coro de abuelos. “Pero todos los meses perdemos un par de integrantes”, decía con una mezcla de gracia y melancolía.

«Vivió sola, aunque con frecuencia rodeada de familia. Vivió sola hasta que pudo; hasta que su mente avisó que necesitaba un descanso. Entonces buscó la seguridad de un hogar de ancianos.

«Así, pisando los noventa, pudo mirar atrás y hacer suyos los versos de Nervo: “Amé, fui amada, el sol acarició mi faz. ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!»


Miro a mi madre en su cama con sus ojos cerrados. No sé si se durmió o si está en uno de esos lugares a los que suele retirarse de a ratos. Tan viejita, tan frágil, casi transparente. Aguardando en paz el momento de reencontrarse con su amor eterno.

La lluvia es apenas una neblina opaca o acaso es mi vista nublada. Tomo mi abrigo y me dispongo salir.

—De todo eso que contaste —me dice sin abrir los ojos— lo único que sigue en mi alma es el olor a campo.


© Sergio Cossa 2023