La noche se pega en mi piel.
¡De qué sirve un acondicionador de aire cuando te cortan la luz! No más que de grotesco adorno en la pared. Llevo media hora intentando dormir y supongo que no lo voy a lograr hasta que ese aparato arranque de nuevo.
Y no es solo el calor, el zumbido del aire tapa los ruidos que durante el día pasan desapercibidos y que ahora suenan igual que un sonajero; como ese maldito grillo que está al otro lado de la ventana. Si la cierro, me asfixio; abierta, el cri-cri me taladra los tímpanos. ¡Cómo no aparece la hembra y se deja de joder!
Mi mente gira y gira con las cosas del día. Se mezcla el nuevo proyecto que debo analizar en la oficina, junto a la discusión con mi ex y el tema de los chicos. Asocio ideas y pensamientos disímiles, armando una telaraña confusa y circular. En ese enredo aparece la imagen de la casa de mis abuelos, cuando mis viejos nos mandaban a pasar las vacaciones de verano. Y como atraído por el fastidio en el que me revuelvo, surge el recuerdo de una noche de mi infancia.
Me toca dormir solo porque mi hermano esta vez no viajó. En la habitación de al lado mis abuelos hace rato que están a oscuras y no hablan más. Antes de acostarme insinué que dejaran prendida la luz de la pieza, pero el nono Pedro fue terminante: «se va a llenar de bichos».
¿Cómo explicarles que tengo miedo? Los hombrecitos de ocho años ya estamos grandes para eso.
No es miedo porque sí. Durante la tarde vi la película de Tom Sawyer y el espantoso indio Joe me asustó con sus crímenes. Y no es lo mismo esa cara de asesino a las cinco de la tarde, que recordarla ahora en la oscuridad.
El miedo no es en vano: ¡estoy seguro de que el indio Joe está debajo de mi cama!
Sé que está ahí, esperando a que me duerma, para salir y clavarme su cuchillo en el pecho. Ese cuchillo que es más ancho que su mano y que está rojo de sangre. No voy a dormirme, por más que esté cansado por haber jugado todo el día; él tampoco duerme. Tiene muy abiertos los ojos que le saltan de la cara, furiosos.
Estoy en el medio de la cama, donde el colchón se hunde más. Bien lejos de los bordes, para que no me alcance. ¡¿Y si aprovecha que acá el colchón es más fino y clava el cuchillo desde abajo?! Mejor me pongo de costado, y cuando sienta que me canso, me doy vuelta rápido al otro lado.
El calor y la humedad sofocan. Por la ventana solo entran mosquitos: el aire se quedó afuera.
Un ruido terrible desgarra el silencio y comienzo temblar, hasta que comprendo que no es el indio, sino el abuelo que empezó con sus ronquidos que nunca me dejan dormir.
Tengo ganas de hacer pis, pero cómo voy a cruzar el patio hasta el baño allá al fondo, si no me animo ni siquiera a poner un pie en el suelo…
En los momentos en que me gana el sueño, aparece la cara rabiosa del indio Joe y abro los ojos y retengo la respiración y busco desesperado en la oscuridad y afino mis oídos, pero no, sigue allí abajo.
¿Cuánto faltará? ¿Cuánto faltará para que salga el sol?
La voz de mi abuela llama para el desayuno. Ni sé cuándo me dormí. La luz de la mañana me infunde valor y miro debajo de la cama: ya no está el indio.
El reloj en mi muñeca me saca del sueño con su antipática musiquita. En algún momento de la noche volvió la electricidad. Respiro el aire fresco y noto que, dormido, cerré la ventana.
Me inclino. Solo pelusas y un par de zapatillas bajo mi cama.
© Sergio Cossa 2011
Si te gustó este artículo, sígueme por Facebook haciendo click aquí o en el botón Me Gusta de El vuelo del ranoraky y de ese modo te llegarán todas las novedades de mi blog.
LOS MIEDOS DE LA INFANCIA. POR SUERTE HEMOS CRECIDO, AUNQUE JUNTO CON NOSOTROS, LOS MIEDOS TAMBIÉN.
ResponderBorrarBELLO RELATO.
HILDA GUEVARA.
¿Quién no tiene algún recuerdo de la infancia grabado como si su cabeza hubiera sido cemento fresco?
ResponderBorrarLos miedos suelen ser eternos compañeros que mudan su piel.
Gracias por leerme, Hilda.