A Daniel Defoe le había ido mal en los negocios y estaba enterrado hasta el cuello. Con el fin de asegurarse una buena dote, se casó con una tal Mary Tuffley, pero no mejoró su situación financiera. Por el contrario, además de hundirlo en la bancarrota, la Tuffley no paraba de romperle la paciencia.
Defoe comenzó a evadirse en divagaciones y ensueños. Pasaba pingües horas encerrado a la luz de las velas, con su pluma de cisne, papel y tinta, imbuido en la escritura de ideas de cómo escapar de sus acreedores y de la tortura del matrimonio. En una oportunidad en que su mujer lo increpaba desde la cocina, la imaginó como un colérico capitán de barco, dando órdenes sable en mano. Así fue asociando ideas: un barco en alta mar, una tormenta, un naufragio y un único sobreviviente en una isla desierta.
Aislándose del tormento, imaginaba insólitas aventuras con Robinson, el personaje de su historia. Vagaba por la isla, disfrutaba de la libertad, del sol tropical, tenía un loro y un perro y como se creía aristocrático, se imaginó un vasallo al que llamó Viernes.
Con el paso de los años, sostuvo en sus manos el borrador de una novela. Dada su necesidad de dinero para vivir con dignidad, pensó en editarla, puesto que intuía que sería un gran éxito. Pero al final desistió. Si la publicaba perdería sus únicos momentos de felicidad: la vida en su isla imaginaria.
© Sergio Cossa 2012
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