viernes, 4 de mayo de 2012

El olor de la muerte




En enero publiqué el micro El loco de los velatorios y varios amigos me dijeron que tenía material como para un cuento.

Este cuento ganó el el Primer Premio en el 24º Certamen Nacional de Poesía y Prosa de la localidad de Jovita, Córdoba.


EL OLOR DE LA MUERTE


Fue en la adolescencia cuando olió a la muerte por primera vez. Y esto que escribo no es una metáfora. Dijo que jugaba a la pelota con unos amigos, cuando un olor diferente a sus sudores y a la basura cercana se reveló en su nariz. Lo trajo la brisa que soplaba desde el cementerio y le llegó directo al cerebro. Fue tan intenso que giró sobre sí y caminó a su encuentro. Hubo un nuevo soplo y el olor se transformó en color e imagen. No recordaba nada del entorno. Tal vez sus amigos le preguntaron por qué abandonaba el juego, tal vez un conductor lo insultó por cruzar la calle sin mirar. En su memoria quedó grabado ese olor negro y penetrante, esa imagen de huesos riéndose y jirones de ropa batidos por el viento. Le caían lágrimas mientras me lo contaba. Sonó contundente cuando dijo: “Ese día nací”.
Luego se encerró en un silencio oscuro y debí soltarle varias palabras claves para recuperarlo: olor, terror, locura, muerte, eternidad. Sus ojos volvieron a localizarme y continuó hablando. Describió cómo, desde esa tarde, encontró solo un motivo para vivir: “Necesitaba sentirme impregnado por la esencia de la muerte”. Muerte para la vida. Una paradoja a la cual no pudo escapar, y que condujo sus actos hasta depositarlo en una celda. Recordó sus primeras incursiones en los velatorios, persiguiendo efluvios que lo arrastraban hasta esos ataúdes desconocidos. Enseguida pudo reconocer que cada olor era diferente: llegaba distinto y provocaba imágenes distintas. Entonces comprendió que la muerte no era una sola. “Para que lo sepa: hay muchas muertes”, tomándome de la muñeca lo dijo. Aún ahora, mientras escribo, siento cómo se eriza mi piel.
Esas visitas lo adiestraron para identificar a la muerte según las edades de los difuntos. Las que rodeaban a los pequeños féretros blancos despedían un olor amargo y se mostraban incómodas, irritadas. Era común que apenas permanecieran un instante y se desvanecieran en un remolino fugaz. Con los ancianos aparecían otras, calmas, como si la naturaleza las llamara a completar un ciclo. El aire que las rodeaba era azucarado y espeso. Se tomaban todo el tiempo para rondar por el ataúd y solían acompañar al cortejo hasta la tumba.
Le pregunté si realmente veía a esas imágenes de la muerte, como quien ve a una persona. Me contestó que no. Los olores formaban representaciones en su cerebro que le despertaban un placer supremo, que lo acercaban a lo eterno, a Dios.
Con el paso del tiempo, se aisló de sus amigos y fracasó en los pobres intentos de relacionarse con mujeres. El merodeo por los velatorios también le resultó insuficiente. Como toda adicción, pensé. Los vahos, desprendiéndose de los cuerpos, apenas le generaban dibujos borrosos en su mente. No percibía nada cercano a los gozos que acostumbraba perseguir. Erraba en una seca monotonía, hasta el día en que presenció un accidente fatal. Hasta ese momento había sido un observador pasivo de las muertes. Olía sus emanaciones, las vivía en todo su ser, aunque siempre provenían de un cuerpo frío, entregado, limpio. El día del accidente lo embriagó el relámpago que sobrevino desde una muerte desconocida. Sobre el cuerpo que yacía ensangrentado, pudo ver un espectro que se encendía con destellos de amarillo y plata. Sus huesos flotaban desunidos, como una marioneta con hilos invisibles. El olor acre que emitía invadió sus sentidos, lo separó del suelo y lo encaramó a goces exquisitos e inexplorados. Y lo escuchó. Fue la primera vez que los sonidos mortales completaban sus visiones. Un rechinamiento de metales, de vidrio destrozado, de cadenas escurriéndose.
Me miraba como intentando que yo vislumbrara, a través de sus ojos, todo aquel desenfreno de emociones. Como para justificar lo que vino después en su vida.
Luego del accidente no hubo retorno para él. Vegetaba. Padecía en el intento quimérico de subsistir sin esa droga. Habían desaparecido los estímulos y el hastío lo ensombrecía. Por eso salió a buscar a las muertes amarillas de olores acres. “La tristeza me estaba destruyendo”, me dijo. Decidió tomar la iniciativa y dejar de ser el observador pasivo y casual. Se dispuso a matar. Pero él no era un demente que tomaría la vida de cualquier transeúnte desprevenido. Escogió a su primera víctima con cuidado. Una noche apagada, una puerta trasera mal cerrada, una mujer sola.
No se encontraba preparado para lo que sobrevino luego del golpe. Hedores vigorosos, mezclas de azufre y herrumbre, calcinaban sus fosas nasales, mientras una lluvia de fuego lo envolvía. Experimentaba una caída libre hacia el infierno y al mismo tiempo se sentía despedido a lugares celestiales: su cuerpo fragmentándose en infinitas astillas. No vio llegar a esa nueva muerte, porque él era La Muerte. Eran sus huesos y su manto negro, su carne ardiendo y sus cabellos azotados por viento solar. Y en medio del aquelarre, su risa enmarcaba un júbilo de ángeles, una lujuria demoníaca, hasta perder la noción de tiempo y de espacio.
Juro y lo dejo por escrito: mientras me relataba su crimen, su voz provenía como desde una caverna y su piel brillaba.
“¿Cómo podía evitar arrastrarme para siempre ante ese hechizo?”, me dijo.
Los crímenes se sucedieron por años, calculados, sistemáticos, irresueltos, hasta que ya no pudo discernir qué era realidad y qué habitaba solo en su mente.
Le pregunté si esa rutina lo había llevado a descuidar los detalles, a distraerse. Las investigaciones por sus asesinatos jamás reportaban pruebas que lo acusaran. Sin embargo, en este último hecho, el rastro apuntaba de forma inequívoca hasta él. Me respondió que había llegado a su límite, que nuevamente nada lo reconfortaba y debía superarse. Por eso permitió que lo atraparan.


Como puede notar, no emito juicio sobre mi entrevista. La justicia humana ya se ha expedido. Si hay una justicia divina, también tendrá su oportunidad. Solo debe saber que mañana, cuando usted dé la orden para la ejecución del condenado, lo premiará con el mayor y último de sus deseos: respirar el olor de su propia muerte.


© Sergio Cossa 2012

10 comentarios:

  1. Sergio:
    Has llevado adelante con buen tino esta historia tan truculenta.
    Un abrazo... de vida.

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  2. Un relato muy oscuro, Sergio, impresionante. Me gusta el ritmo descriptivo que tiene, la riqueza de las nociones que presenta y el cierre, por supuesto, con el olor de la propia muerte. Es verdad que puede tener algún rasgo en común con Süskind (la obsesión oscura, la experimentación), pero el escenario es totalmente distinto.
    Pues eso: que me ha gustado.
    Abrazos.

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  3. Arturo, truculenta como yo esperaba que fuera :)
    ¡Otro abrazo para vos! De vida :)

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  4. Me alegra que te haya gustado, Susana. Desde hace unos meses que solo escribía micros y es bueno alargar un poco más la tinta :)
    ¡Abrazo!

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  5. He terminado de leer tu relato y me he dado un respiro. Lo necesitaba. La obsesión del personaje me ha erizado el bello. Y como tu comentas,por un momento, lo he comparado con la misma obsesión incontrolable que se relata en la novela "El Perfume", persiguiendo un imposible y muriendo en comunión total con aquello que buscó hasta la extenuación.
    Un saludo muy especial.

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  6. Ya te felicité en su momento, Sergio.
    Veo que tu talento no conoce el problema de las extensiones. Tan bien te salen los relatos como los micros. Un buen trabajo, muy bueno.

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  7. Ely, es verdad que salió un cuento bastante denso y era lo que buscaba.
    Ya es hora de escribir algo más luminoso :)
    ¡Saludo!

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  8. Es bueno leer comentarios así, Ángela. Incentiva a seguir dedicando tiempo y ganas a esto que apasiona.
    Un abrazo.

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  9. Caramba, he ido a parar a tu blog Sergio. Me gustó este relato donde lo leí anteriormente. Los argentinos le dais un toque especial a cualquier escrito.

    Saludos.

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  10. Gracias por pasar, José. Y gracias por tu comentario. Me alegra que te haya gustado el cuento :)
    ¡Saludos!

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